no te enamores

[CUENTO] No te enamores

Roberto Portugal no se consideraba un matón, era ese chico moreno ojiverde, con sangre fría e inteligencia: a los 27 años ya era consultor de seguridad

Él estaba acostumbrado al dolor, pero esa noche en medio de un table, se sintió herido, su cabeza punzaba en un remolino arramblante mientras por su mano derecha escurría sangre en finas serpientes rojas dispuestas a atacar. Regresó a su mesa, en la que sólo había un vaso con etiqueta negra, imprimió en el cristal sus huellas, y brillaban en morado entre las luces neón. Manchó su traje.

A lo lejos, alcanzó a escuchar a los guardias echar a unos chicos que no se fueron sin pelear una batalla perdida por adelantado, pero necesaria a los veinte años. Ellos habían gritado demasiado durante la velada, exorcizando con cerveza y tabaco los incontables besos esquivados, y la mujer que no es y nunca será. Miles de “seamos amigos” fueron regurgitados hacia el techo, con sus maldiciones, como canta un gallo.

Roberto Portugal pensó en emprender la ofensiva, acabarlos, pero sólo se desplomó sobre el poyo acojinado. Los gritos, uno en especial, seguían retumbando poderosos en su frente, intacta, pero a la vez destruida con las voces proferidas por un desconocido. Él, el que resolvía extorsiones y asesinaba plagiarios por darse el gusto, no entendió cómo cuatro palabras lo habían derrotado.

Portugal, raro para quien siempre cuida sus pasos, no había planeado esa madrugada. El lugar lo llamó, buscaba whisky y atenuar los recuerdos de una mala semana. La negociación no resultó. Las consecuencias: un secuestrado muerto, dos policías heridos y «unos pinches» cinco mil dólares ganados.

Entre el humo y parroquianos transitando a paso marino, Portugal distinguió tres pistas y sendos tubos brillantes. Una chica lo saludó y apoyó su lengua contra los labios del hombre esperanzada en encender al potencial cliente, pero esa noche no había espacio para trivialidades.

Sonó Pobre Diabla y a punto de la asfixia Portugal distinguió una silueta encantadora: el coro demoniaco cimbró el congal y crujieron recuerdos proscritos.

Casi estaba vestida. Usaba un conjunto blanco, tanga y top se distinguían porosamente entre organza. Él aguzó la mirada y reconoció sus ojos de huracán tocando tierra, era María, su María.

En ese lugar las sonrisas se compraban con trescientos cincuenta pesos por canción; si se busca otra cosa, diez boletos o usar el tiempo entre el baile y el regreso a la mesa para negociar la fuga.

Y pagó por tres minutos.

Los senos de María transfigurada en una tal Kimberly avanzaban y él los recibía con la cara, acariciaba su cintura en el extenuante ir y venir de la ficción amorosa con The Killers al fondo. Le buscaba incesantemente la cara y sus ilusiones secretas, pero ella evadía con movimientos finos los besos en la boca, ofreciendo siempre su cuello. Portugal recordó a María con falda príncipe de Gales, saludando a las siete y cuarto, con frescura de jacaranda recién caída y un ensalmo por risa. Pero esa noche, en el privado, sus dientes deslumbrabas con el neón y apenas pudo verla antes de que ella se diera la vuelta para sentarse sobre él, retrepando sobre el pecho: la canción los hizo una sola maraña y respetaron sus roles: la ilusionista amorosa y el carroñero necesitado. Él siempre cuidaba no ser reconocido; ese día hubiera matado porque ella lo llamara por su nombre.

Había pasado una década y media. Él no se consideraba un matón. Fue la vida. En ese tiempo Tacubaya amanecía con olor a sangre y gritones anunciando la tragedia diaria. El barrio apedreaba y escupía a los débiles. No, él daba para más. Portugal, ese chico moreno ojiverde, tenía sangre fría e inteligencia: a los 27 años ya era consultor para una empresa internacional de seguridad. No, no se consideraba un matón, aunque aprendió a manejar armas. Se sabía un gran hijo de puta capaz de terminar a alguien con las manos… Y eso no era suficiente cuando la furia le embargaba el alma.

Sentado de nuevo en la mesa, tomando el segundo trago, se detuvo a pensar con un escalofrío que le movió la cabeza hacia el lado izquierdo, así como se quiebra un ahorcado. Desde entonces ella era bonita y su caminar lo estremecía a las siete y cuarto de la mañana, cuando ya llevaba treinta minutos afuera, en la Secundaria Número 34, donde rogaba que ella llegara caminando y no en el auto de su padre. No podía siquiera mirar a los ojos a esa niña, menos se atrevió a hablarle.

Fue un instante, pero para Portugal resultó un recuento de sentimientos cauterizados por su realidad y algo cortándole la respiración. Le compró al viejo ciego que fungía como portero y vendechicles un ramo de rosas rojas y, presagiándose feliz, comenzó a caminar para ir por su María.

Fue cuando una de las voces que habían lanzado tantos insultos esa noche le atravesó el corazón con una saeta aguda y predestinada que hizo blanco entre estentóreas risas y burlas procaces.

“Íralo, no te enamores”.

Estrujó las rosas por los tallos hasta obligarse a soltar las flores y regresó a sentarse. Era tarde para entregar el ramo, se sentía herido. Y además acababa de recibir un mensaje: un nuevo secuestro en la ciudad. Debía ir a trabajar, alguien iba a pagar por su dolor.

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Crédito: Xinhua
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