El llanto 3. Sobre las lágrimas de un demonio

El tercer cuento de la serie es la historia de algo abominable, del deseo de Renato…
Esta es la historia de un demonio que deseaba el llanto. Renato, así lo habían bautizado ante los ojos de Dios. No sabía llorar, no podía
Renato tenía cinco años y muchas preguntas sobre eso que llamaban llanto. Imagen: Pixabay

Esta es la historia de un demonio que deseaba el llanto. Es la historia de algo abominable. Renato, así lo habían bautizado ante los ojos de Dios. No sabía llorar, no podía, ni siquiera lo embargaban el impulso o la tristeza. Pero muchas veces lo envolvió la curiosidad. Pensaba en los asomos de lágrimas cuando su abuela usaba una jerga mojada sobre su rostro para despertarlo, en los débiles brillos de sus ojos cuando le acercaba las manos al fuego sobre la estufa, en el ardor mientras le pisaba los dedos por estropear la sopa. Reacciones fisiológicas, y nada más. Tenía cinco años y muchas preguntas sobre eso que llamaban llanto. 

En aquel niño ya se proyectaba una sombra de muerte. Lo siniestro se reveló ante él cuando la abuela se sofocaba con un pedazo de pan duro renuente a avanzar por la garganta. Vinieron el escozor, luego la angustia, el ahogo y el desvanecimiento. Renato observó todo con la quietud de un pez dorado frente a su reflejo. ¿Por fin pasaría? No, nada brotó. Él siguió pensando en ello. Tuvo un rato hasta que llegaron sus padres para encontrar el cadáver perdiendo calor. Ellos tampoco se entristecieron más que por el servicio de guardería. Tampoco lo trataban mejor. Renato pasó los funerales en ascuas, esperando que se le mojaran las mejillas, pero lo que encontró fue la furia. Al menos los demás lo fingían, lo notaba, al menos los demás podían mentir. 

Guardó su ira, no podía hacer más. Entendía que le sobraba enojo pero le faltaba talla. Esperó, esperó relamiendo la herida lo suficiente para que no se infectara pero sin cerrarla. ¿Qué tenía distinto? ¿Por qué? Cuando en esa última pelea de sus padres ayudó a su mamá a clavar el cuchillo de cocina en el pecho de su papá, porque era mejor que sobreviviera el menos fuerte, tampoco lo logró. Tenía once años y la suficiente fuerza para imponer sus manos sobre las de la mujer para dar el último impulso al filo. Sin embargo, nada, no sucedió, ni siquiera por el gusto de ver a ese perpetrador de horrores exhalar su último aliento. Una creciente incomodidad lo conducía al desasosiego. El desagrado de no comprender lo llenaba de rabia.

Esta es la historia de un demonio que deseaba el llanto. Renato, así lo habían bautizado ante los ojos de Dios. No sabía llorar, no podía
En aquel niño ya se proyectaba una sombra de muerte. Lo siniestro se reveló ante él cuando la abuela se sofocaba con un pedazo de pan duro renuente a avanzar por la garganta. Imagen: Pixabay

Padre muerto, madre encarcelada. Caminó por las calles de la ciudad acechando, nunca más fue una víctima. Un perro bravo con el hambre escociendo las marcadas costillas tuvo el infortunio de atacarlo. Con certera pedrada estalló el cráneo del animal, sobre el que se cebó. Durante varios años vio a sus compañeros de escuela dolerse por sus mascotas con profunda amargura, extrañando y derramándose en sal por meses y meses. Pero él no sintió nada más que el crujir de los huesos. Maldijo al sacrificado culpándolo por sus sequedades.

Esta es la historia de un demonio que quiso el llanto. La obsesión de Renato escaló, escaló con los años en los que se acostumbró a llevar la muerte a cuestas como emisario macabro de la única certeza en el mundo. Pasaron por sus manos toda suerte de malandrines de poca monta con los que además de saciar su sed de sangre conseguía algo de dinero, una navaja, un arma. El Flaco, El Chifo, El Oso, cada uno se llevó un peor fin que el anterior porque Renato creyó que si lograba crispar sus cuerpos hasta la estridencia nerviosa podría experimentar aquello que se le negaba. Así experimentó insertando varilla delgada en el sacro, cortar lenguas ahorcándolas con alambre, vaciar las cuencas de los ojos a cucharadas, arrancar dientes con pinzas de electricista. Nada funcionaba.

Esta es la historia de un demonio que deseaba el llanto. Renato, así lo habían bautizado ante los ojos de Dios. No sabía llorar, no podía
Durante varios años vio a sus compañeros de escuela dolerse por sus mascotas con profunda amargura, extrañando y derramándose en sal por meses y meses. Imagen: Pixabay

Lo recordaba. Sus compañeros de escuela, sus vecinos, lloraban por sus mascotas queridas, por sus abuelos dedicados, por sus padres que eran todo amor. Hasta que un día soleado de septiembre comprendió el dolor. Y esta criatura depravada con sus apetitos más bajos sin control buscó el amor y la bondad hasta encontrarlos en los mayores ejemplos de virtud que pudo hallar. 

Un perro de la calle, un animalito que se conformó con que le tendiera algo de comer para quedarse a su lado, un ser leal con ojos enormes que al verlo se volvían un cielo. Pobre. No sé si alguien pudo haberlo evitado. Con los días de un puñado de comida y largas caminatas por la ciudad, el perrito iba con soltura junto a su nuevo amigo, se colaba entre sus piernas, jugueteaba. Y cuando no podía haber más compañerismo Renato estaba seguro de que lo conseguiría, tomó por la cabeza al bicho sin nombre y en un movimiento fulminante retorció su cuello sin siquiera dejarlo chillar. No necesitaba demasiado esfuerzo porque era un experimento. Lo vio sin vida, a sus pies. Una criatura inocente y bella, muerta por lo que parecía amor. Pudo soltar algunas gotas. Se alegró por su éxito en el llanto. Había comprobado la fórmula. Renato había probado su punto, no necesitaba ir más allá, pero esta es la historia de algo abominable.

Decidió que el mundo debía pagar sus lágrimas no lloradas debía ofrendar todo el dolor posible. Puso en marcha un plan con el que saciaría sus ahogos y lesionaría la existencia de la bondad, ese era su deseo. Comenzó adoptando un cachorrito con el que iba de un lado al otro, buscando un trabajo hasta que dolosamente se colocó en de ayudante en la ebanistería de don Pedro, cuya hija, Clara, era un ejemplo de virtud con la apariencia de un pétalo bailando en el viento. Y ella amaba todo lo vivo, sus flores, la hierba bajo sus pies, el cachorro que Renato llevaba con él, las miradas perversamente ensayadas del joven que salió de la nada ofreciendo ayuda, las manos y que nunca le decía que no. 

Pedro sospechó el amor entre dos jóvenes, pero no las verdaderas intenciones de Renato. Nadie pudo, porque el mal siempre tiene otros planes y sabe que el sinsentido inflige la peor de las heridas, una que mata conforme se camina. No tenía razón alguna la desgracia, se trataba de un demonio que quería llorar, sólo eso y nadie pudo vislumbrar el atroz acto.

¿La vida brinda siempre mejor? ¿Nada tuerce el plan divino? Clara vio llegar a Renato a su vida como quien cumple una profecía, porque este muchacho era un desierto entero, abrasador y solitario, con el frío rodeado de habitantes invisibles. Ella no sabía quiénes eran pero los adivinaba en la mirada de ese hombre quieto y formal. No era como aquellos pretendientes apresurados por tocarla torpemente por debajo de la blusa o explorar entre sus piernas. Él la abrazaba unos segundos con su cuerpo firme y la besaba como quien hundía los remaches en la madera. Ella creía en las profecías y que a veces el desierto lleno de voces perdidas podía venir a ella, no al revés, si eso dicta el plan divino. Renato llegó a ella con la arena ardiente desbordándole los bolsillos. Lo aceptó en sus términos de hogar ante la soledad, las moscas y el tiempo partido entre sol y luna para siempre. 

Esta es la historia de un demonio que deseaba el llanto. Renato, así lo habían bautizado ante los ojos de Dios. No sabía llorar, no podía
Y después de un noviazgo con formalidades y un año de cariño célibe Renato pidió la mano de Clara. Ella aceptó adentrarse en sus arenas junto con las criaturas que ahí habitaban. Imagen: Pixabay
De amor hasta el llanto

Pedro sospechó el amor entre jóvenes y quiso lo mejor para ambos. E hizo lo que cualquier padre amoroso, darles trabajo, responsabilidades, de poco a poco, para que ellos se encargaran del negocio y de sus vidas más las que, estaba seguro, vendrían. Y después de un noviazgo con formalidades y un año de cariño célibe Renato pidió la mano de Clara. Ella aceptó adentrarse en sus arenas junto con las criaturas que ahí habitaban.

Era un buen marido. Sólo una vez no lo fue. Trabajaba, comía lo que le ponían en la mesa, nunca se quejaba de nada. Agradecía y se retiraba a descansar. Clara ayudaba a lavar los trastes, hablaba con Pedro, agradecía y se adentraba en la recámara con él, quien cumplía su parte de anfitrión con aquella muchacha enamorada de sus sequedades. Ella pedía lluvia y a veces sucedía que se humedecían los sueños antes de dormir. 

¿Hay un plan tramado por lo maligno? No lo sé, pero esta es la historia  de algo abominable que cuando apareció en las noticias de la mañana, en los periódicos de nota roja, estremeció a muchos en la ciudad. En la oscuridad resonaron crueles carcajadas conjugadas entre el llanto.

Pasaron así años, entre las esperanzas de Clara de inundar con flores, infundir ternura cada día, cada noche. Pero Renato siempre hacía lo mismo. Hasta que una noche, con un halo de esperanza se presentó frente a él para darle la noticia. El hombre sonrió como nunca se había visto, con la expresión de quien ha cumplido con su misión. La mueca se notaba aún dormido, alas revolvieron el aire negro durante la noche. 

Esperó con ansiedad la llegada del bebé, nueve meses de cuidado extremo para su mujer, semanas de atención con el ginecólogo, el médico general del servicio público, vitaminas, cariño, los abrazos más prolongados que nunca. Quería que se sintiera segura, que estuviera feliz. Ella creyó lograrlo. Vio verdor donde no había, vivió los malestares de la gestación con una sonrisa flotante pese a estar rodeada de arena con trocitos de cariño. Así, dicen, se comporta la gente que ama.

Hasta que una noche, con un halo de esperanza se presentó frente a él para darle la noticia. El hombre sonrió como nunca se había visto, con la expresión de quien ha cumplido con su misión.

Nació Juan, de la esperanza y la aridez, vino al mundo confiado en el amor de su abuelo, el jardín de su madre y la fortaleza de su padre. Su llanto sonoro lo distinguió de Renato desde el primer momento pero también hizo salivar al monstruo que acechaba en las penumbras. Esperaría, ¿cuánto? Hasta que el niño jugueteara, corriera torpe entre sus piernas. Paciencia. 

¿Hay algo que tuerza el plan del maligno? ¿Dios lo sabe? La crueldad sólo necesita un segundo para ultrajar la vida entera. Destroza lo que ve, porque su experiencia le dice que nada roto vuelve a latir, únicamente se arrastra, sobrevive. Durante tres años Renato afiló sus manos para ejecutar su proyecto, estaba ansioso por llorar, por provocarse el llanto como quien usa una pluma en la garganta para arrojar vómito con el fin de comer de nuevo y beber otra vez. Lo haría.

Actuó al anochecer para programar el tiempo de sus lágrimas. Asfixiar a su suegro fue fácil porque la debilidad causada por los años hizo la mitad del trabajo, su esposa fue otra cosa. Conocer íntimamente las rutinas le dio una ligera ventaja que usó para proteger al niño con su cuerpo sin entender su indefensión ante lo inhumano. La desesperación, la huída, golpeaba las paredes buscando la salida, pero duró poco y se enconchó contra la puerta intentando envolver al crío pero un alambre abrazó su cuello por detrás y la asfixió aprovechando el amor por Juan. 

Esta es la historia de un demonio que deseaba el llanto. Renato, así lo habían bautizado ante los ojos de Dios. No sabía llorar, no podía
Sólo debía repetir la operación que efectuó con aquel perrito de la calle al que alimentó, convirtiéndolo en su compañero. Imagen: Freepik

Acomodados suegro y esposa en el sillón de la casa como en una noche de televisión, sólo esperaban al miembro más joven de la familia. Ya venía para unirse. Renato colocó a Juan entre los dos cuerpos y lo miró todavía con los ojos secos. Sólo debía repetir la operación que efectuó con aquel perrito de la calle al que alimentó, convirtiéndolo en su compañero hasta que en un rápido movimiento le estalló el cuello. 

¿Hay un plan maligno, hay un plan divino? Las cervicales de Juan tampoco resistieron la maniobra fugaz. Y todo terminó con un sutil crujido, sin que el niño rompiera en llanto, se quedó sentadito, quietecito, confiando en el amor de su abuelo, el jardín de su madre y la fortaleza de su padre. 

Renato derramó lágrimas al instante, lo hizo durante casi toda la noche, cuando decidió salir de su casa antes de que sus vecinos lo vieran o los ruidos de la ciudad opacaran su triunfo. Había cometido algo abominable y esta es su historia, que no termina porque ese demonio, pacientemente, sigue caminando y urde su nuevo plan. 

Esta es la historia de un demonio que deseaba el llanto. Es la historia de algo abominable. 

@condesm

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