Ivette Estrada Ayahuasca

El paraguas

Mentira que los enemigos deben estar cerca, eso es masoquismo, deben desterrarse y deshacerte de cualquier cosa que se relacione con las amigas falsas

Atroz. Un crujir de esqueleto. El sonido de la muerte. “Huesos” estrellados estrepitosamente en el pavimento que recién recibía las primeras gotas de lluvia. El estremecimiento, el signo auditivo que establecía el “de ahora para siempre”. Un fin escandaloso que me obligó a mirar de reojo por el retrovisor. Todo estaba hecho.

No percibí nada. El paraguas con su embalaje de plástico, lanzado con furia desde la ventana del vehículo, no se veía ya. Fue su último regalo. No quería su presencia ni energía en mi vida, me rehusaba a mantener recuerdos/objetos de la dueña de esa sonrisa apenas disimulada.

—Ya no quiero relacionarme con quien lame las botas de mi enemigo.

Pedí para llevar mi comida. Murmuré entre dientes: “Que estés bien”.

Comencé a conducir. Me escocían los ojos. Dolía. Pero no era un sentimiento nuevo. A estas alturas de la vida ya conocía de traiciones e hipocresía.

En su voz plañidera y poco educada, lo cual me molestaba siempre, aún se atrevió a decir: “Pero explícame por qué. ¿Acaso querías que no fuera?”

Que no fuera a un homenaje intrascendente y pobre para un hombre que trató de arrebatarme cliente, reputación y buen nombre. Un enemigo jurado.

¿Qué no fuera?, ¿qué no se sumara al premiecito de quinta para el enano? La palabra lealtad retumbaba en mi cabeza. Todo parecía un laberinto poco lógico, pero signos de traición a la amistad aparecían por doquier: murmullos agigantados con su vocecilla vulgar, el coqueteo nauseabundo con quien sostuve un romance, el deslizar continuamente insinuaciones de que la atracción que ejercía en otros “puede prestarse a habladurías” y un largo etcétera que no alcanzo a enumerar.

Entonces logré verla. No era la huerfanita desvalida a la que traté de apoyar: era una mujer envidiosa que gozaba con la doble cara y las traiciones.

Ocurrió que la miré y sentí abyección hacia la falsa amiga. Develé que toleré sus conversaciones triviales y su actitud anodina por forzarme a “ser buena”. Pero ya no. No toleré su sonrisa feliz al revelarme que, de nuevo, fue a rendir pleitesía a quien traté bien y en lugar de agradecer trató de dañarme.

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Foto: Xinhua

El instinto me impulsó a huir de ahí, de su presencia, de su voz estridente de barriada.

No me detuve a pensar por qué la toleré tanto tiempo. Sólo quería librarme de ella. Escapar de su sonrisa no disimulada.

¿Por qué me afecta esto? Después de varias horas lo descubrí: “no es por el enemigo. Es que a ella la creías amiga. Si va y se postra a halagarlo, es algo humillante si la asumen como tu amiga, pero ella no es nada. No debe afectarme”.

La voz interior me calmó. Abracé de nuevo la serenidad y entonces, ahora si plenamente, experimenté la libertad y alivio de haberme librado de un “ve trae y dime” o Caballo de Troya. Mentira que los enemigos deben estar cerca. Eso es masoquismo. Deben desterrarse.

Y una manera de lograrlo es deshacerte de cualquier cosa que se relacione con las amigas falsas. No importa que por un momento te estremezca el sonido de la muerte, de un paraguas arrojado al asfalto.

La Bota, fiesta del vino mexicano

 

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