Juan Pablo Villalobos pudo cambiar de peinado en la pandemia, pero no de peluquero, es fiel a él, a diferencia de a la literatura, a la que el premio Herralde de Novela 2016 sigue cuestionando su ficción y su realidad.
Villalobos (Lagos de Moreno, 1973) volvió al país a presentar su más reciente libro, Peluquería y letras (Anagrama, 2022), en el que un escritor homónimo del autor –único que aparece con nombre– se enfrasca en un drama cotidiano con su familia, su búsqueda de peluquero, y un supuesto alumno, con una colonoscopía y un corte de pelo de leit motiv y donde nada de lo escrito es cierto salvo lo que sí.
Recién llegado de Barcelona, el autor de No voy a pedirle a nadie que me crea, Yo tuve un sueño, Si viviéramos en un lugar normal y Fiesta en la madriguera, todos editados por Anagrama, conversa en entrevista sobre su novela, a partir de la cual, con un epígrafe de la periodista feminista Vivian Gornick, pone en su lugar la cotidianidad y los conceptos de felicidad e infelicidad en tiempos de la pandemia.
—¿Escribió Peluquería y letras en confinamiento o en libertad?
—Lo escribo cuando ya empezábamos a salir del confinamiento. Vivo en Barcelona, ahí hubo un confinamiento obligatorio, que duró casi tres meses, donde realmente no salíamos de casa, sólo una vez a la semana a hacer las compras. Y no escribí nada, absolutamente nada. Y cuando ya se nos permitió salir, fue cuando empecé el libro. No era un momento intermedio, no había la normalidad de ahora, porque todavía no había restaurantes abiertos, restricciones, pero ya no estábamos encerrados en casita.
—La pregunta más bien iba encaminada a que muchos escritores dicen que escribieron mucho durante la pandemia, en el confinamiento. ¿Se necesita libertad para escribir?
—Yo sí. Esta idea, con la que yo siempre he estado en desacuerdo desde mi propia experiencia, de que el escritor tiene que aislarse para poder producir, o esta idea de la cabaña aislada, la torre de cristal, el lugar donde el escritor tiene que irse a recluir, a confinarse por propia voluntad, separarse del mundo para poder escribir, a mí siempre me ha parecido absurda. Primero, porque lo interesante no sucede dentro del escritor; lo interesante sucede en la relación que tiene el escritor con el mundo que le rodea, y, por supuesto, con los otros seres humanos con los que convive.
“La idea de que el escritor tiene que aislarse para escribir a mí me parece que viene de un narcisismo y de una egolatría de creer que el escritor tiene una vida interior muy rica, muy genial, esa es una idea antigua del artista. Para mí, el artista debe dialogar con el mundo, y para dialogar con el mundo –el mundo quiere decir con los otros, con sus semejantes, con el contexto, con la naturaleza, con los fenómenos sociales–, para eso tiene que tener libertad”.
—En su obra se maneja mucho la cotidianidad de los personajes. El título del libro es por demás elocuente, Peluquería y letras. ¿Qué es más adictivo para usted, el peluquero o las letras?
—¿Más adictivo? No, pues las letras.
—¿Y a qué es más fiel: a su peluquero o a las letras?
—Al peluquero, sin duda. Porque en la literatura no hay fidelidad; como lector, yo puedo saltar de géneros. Por ejemplo, la pandemia afectó mucho mi manera de leer, estuve leyendo menos novela y más poesía y más ensayo y más cuento. Y, definitivamente, lo que no estoy leyendo o estoy leyendo mucho menos es novela, a partir de la pandemia. Y, en cambio, mi peluquero es el mismo desde hace 18 años. Soy demasiado fiel a mi peluquero.
—Sin embargo, en las fotos de sus libros anteriores usted tenía un corte más discreto. Y ahora ya cambió radicalmente.
—Fue por la pandemia. Durante esos tres meses de confinamiento de que hablaba, no había peluquerías. A mí me crece rápido el pelo, y tengo mucho. Por eso, antes siempre estaba obsesionado con tenerlo bajo raya, iba cada tres semanas a la peluquería, y lo tenía corto. Y ahora, como me vi obligado a dejarlo crecer, porque tampoco quise hacer estos experimentos de cortarme yo el pelo o de que mi esposa me cortara el pelo, empezó a crecer y a crecer. Y como soy profesor y di muchas clases virtuales por internet, y luego había talleres, presentaciones on line –lo que sigue pasando–, entonces mi apariencia comenzó a ser motivo de chistes y de burlas, también en Twitter, donde soy activo. A mí me gustó, me pareció que era un personaje, me lo creí. Entonces, cuando volví al peluquero, cuando ya abrieron las peluquerías, iba con la idea de que no quería cortármelo mucho, sino arreglarlo, darle forma. Y mi peluquero me dijo desde que llegué: “No te voy a cortar el pelo, te queda muy bien”. Y le contesté: “No vengo a que me lo cortes; vengo a que me des unos retoques, a que me podes”.
—Las peluquerías y las librerías fueron lo primero que se cerró en México y lo que más tardó en reabrirse como consecuencia de la pandemia, curiosamente para las autoridades ambas eran focos de contagio, no de primera necesidad.
—En España fue diferente porque las peluquerías son consideradas de primera necesidad. España es una población muy envejecida, y las peluquerías son no solo para que la gente mayor vaya a cortarse el pelo, sino también para lavarselo, porque no pueden hacerlo, es gente muy dependiente y a lo mejor en casa no tienen quien les ayude a lavarse el pelo. Entonces, van a la peluquería a que les arreglen el pelo, son lugares de primera necesidad.
“Respecto a las librerías, hubo mucho debate para declararlas como de primera necesidad. No se logró, pero sí había consenso en abrirlas pronto, pero con cita. Era una cosa súper extraña, tenías que pedir cita para ir a la librería, y no entrabas al lugar, hacías el pedido desde fuera. Y después abrieron y no podías abrir los libros, hojearlos, porque había esta cosa de la contaminación. Y, ahora que lo pienso, me río porque era una locura absoluta”.
—Hay un tema recurrente en sus libros: la realidad. Desde el punto de vista literario ¿qué es la realidad para usted? No la ficción, sino la realidad.
—Yo escribo una literatura no realista, porque el realismo no es el retrato de la realidad, es una estética que tiene unas reglas y un determinado estilo, con el que no creo que mi literatura tenga que ver. Pero sí es una literatura que surge de la realidad; es decir, de la observación de la realidad, aunque luego tome un camino que no necesariamente es realista, que puede ser que tenga toques de fantástico, de surrealista, en algunas novelas lo he hecho. El humor lo distorsiona todo; el humor, la ironía, la parodia distorsionan la realidad, siempre tiene lo metanarrativo, que es algo que también cuestiona el realismo; es decir, lo metanarrativo es el primer discurso, porque surge ya en El Quijote, que cuestiona el realismo cuando el mismo escritor hace consciente el acto de estar escribiendo y le dice al lector: “No te puedes creer que esto es un reflejo de la realidad, si hay alguien aquí que te lo está intermediando”.
—Martin Amis me comentó que los escritores se daban cuenta cuando un periodista no había leído sus libros al hacer preguntas sobre grandes temas generales. Yo le haré una pregunta sobre uno de estos grandes temas, porque viene en Peluquería y letras. ¿Qué es para usted la felicidad?
—La felicidad es un malentendido. Es un malentendido porque normalmente se cree que es un estado ideal al cual hay que llegar, como si fuera una meta, un objetivo. A esta idea, creada en la literatura, en los cuentos infantiles, en las historias clásicas, donde el héroe, la heroína, debe vencer una serie de obstáculos, de crisis para alcanzar la felicidad, y a partir de ahí se terminó la historia. Es decir, una vez ahí, se terminó la historia. Es un malentendido porque todos sabemos que ese estado ideal es inalcanzable, no es permanente, es efímero, y todos sabemos también que las historias no tienen final, que es arbitrario. Los libros también son así, un escritor termina un libro casi yo diría por hartazgo, “ya no voy a continuar, porque si no sería un trabajo infinito”. Entonces ese malentendido viene, por una parte, construido por la narrativa tradicional, los cuentos infantiles, y después también se conecta con cómo se ha apropiado con esa idea de la felicidad un modelo económico que lo que fomenta es el consumo y la satisfacción de los instintos, de las necesidades y de los deseos como un equivalente de la felicidad. Pareciera que la felicidad es poder satisfacer tus deseos. Y esa idea produce muchísima frustración, porque vivimos en un mundo que nos bombardea continuamente de estímulos, de lo que debemos querer, lo que tendríamos que tener, lo que tendríamos que poseer para ser felices, pero que no es una cosa, son millones de estímulos. Y, claro, no los podemos satisfacer, cuando además estamos en un mundo precarizado, con mayores desigualdades, etcétera.
“Y luego produce que el que llega –y esta es la otra narrativa que a mí me parece desde el punto de vista político muy problemática–, si tú te crees la idea de que hay que llegar a la felicidad como un proceso de ascensión social, económica, de éxito profesional, económico, en el amor… cuando llegas ahí te vuelves un conservador, porque lo que único que tienes que hacer es mantener esa posición, y se vuelve una lucha. Es como decir que nadie venga a meterse a mi espacio, y que nadie me vaya a cambiar las cosas, y esa es la esencia del conservadurismo: Yo estoy bien, y a los demás, por mí, les puede pasar lo que sea; yo estoy bien y esto es lo que voy a proteger: mi espacio de felicidad. Políticamente también la felicidad, esta idea de la felicidad, este malentendido de que esto es la felicidad, produce una sociedad conservadora, que políticamente es defensiva y reaccionaria”.
Lo de esta tarde en la ciudad de México fue inolvidable. Gracias. pic.twitter.com/8oAN6CmMKf
— Juan Pablo Villalobos (@VillalobosJPe) July 15, 2022
—Peluquería y letras es un poco ese choque entre realidad y felicidad, no por nada abre con ese epígrafe de Vivian Gornick sobre la infelicidad. En medio está algo que usted aborda con frecuencia en sus libros: la cotidianidad, y dentro de ella, la familia en la literatura, que parece ser muy importante para usted desde el punto de vista literario. ¿Por qué?
—Por una parte, porque el escritor no hace su obra solo. Hace rato hablaba de ese mito de la interioridad y de ese mito de la genialidad, y que creo que más bien el escritor tiene que saber dialogar con su entorno, empezando por los más cercanos, que son su familia. De ese cariño y de esa expresión del amor que me surge ahí con los más cercanos y se va expandiendo es, en buena medida, como un escritor, al menos como yo lo entiendo, va creando su propia obra. Es verdad que la obra después la firma uno y uno es el que la escribe, pero no sale de la nada. Y, para mí, la familia es ese lugar a partir del cual yo puedo posicionarme para empezar a preguntarme quién soy, qué lugar ocupo en el mundo, desde dónde miro el mundo como pareja, padre, hijo de alguien, vecino de alguien, todas esas circunstancias que son mías, y que a partir de ahí empieza la búsqueda de una voz narrativa y de un punto de vista, desde dónde estoy mirando el mundo. Y no me interesa buscar un lugar que no sea mío. Es decir, buscar un lugar que esté lejano de mí porque desde ahí se puede hacer literatura, pero es un lugar en donde estaría impostándome o apropiándome del sitio que le corresponde a alguien distinto.
—De los personajes de Peluquería y letras sólo uno, el narrador, tiene nombre: Juan Pablo Villalobos; los demás, apodos, finalmente los apodos definen más a una persona que sus nombres. ¿Por qué decidió asumir esta radicalidad de incluir a personajes con el modelo de su familia, sin nombrarlos, en este juego de la representación, de la crítica a lo que creemos que es real?
—Hay como un chiste, pero que oculta una moral, diría yo, de la escritura, en este hecho de “no me autorizaron a poner sus nombres y tal”, que tiene que ver con que el escritor se apropia de las historias. Es así. Empezando por las de la familia. Pensemos, por ejemplo –no ha sido mi caso todavía, quizás lo haga en algún momento–, que muchos escritores acaban contando la historia de sus familias. Vamos a imaginar una familia, que tuvo que migrar, el abuelo de un país europeo, por el holocausto, tuvo que venir a vivir a Argentina… Y aparece uno de ellos que cuenta la historia de la familia, uno, por lo general, a veces son dos, se apropia de la historia de la familia, cuenta la historia de la familia, que luego se vuelve la versión oficial de la historia de la familia, y eso es problemático, hasta cierto punto más allá de la recepción que pueda tener ese libro más amplia, si la pensamos como un relato familiar, de una manera creo yo muy genuina, algún miembro de la familia podría decir: ¿Por qué tú estás contando la historia de la familia? ¿Por qué no yo, por qué no otro? Hay ahí un chiste de no nombrarlos porque supuestamente no me lo autorizaron, pero también hay como este pudor de decir: “Yo no voy a exponerlos si ellos no lo autorizan”.
“Y también una cosa con el secreto del libro, de cosas que no se cuenta. Porque el lector no tiene por qué saberlas. Y aparecen ahí como de broma, pero en el fondo hay algo que a mí me interesa decir, que es la responsabilidad que tiene el escritor, cuando se apropia de esas historias y cuando pone a la familia como personajes de su libro, hay una responsabilidad: la de ser consecuente con tu lugar en el mundo, con quién eres tú para contarla y apropiarte de ella y, por ejemplo, tal cual: pedir permiso.
“Cuando terminé el libro se los di a leer a mis hijos y a mi esposa, para preguntarles si ellos se sentían incómodos con algo de lo que ponía yo ahí, o si proponían cambiar algo, lo que fuera. Porque ellos tenían derecho a eso. La defensa de la creación artística o literaria, de la autonomía absoluta, de que muchas veces el escritor dice: “Yo sé que esto es terrible, pero lo voy a contar porque es importante contarlo, y no me importa si destruyo la vida de mi pareja o de mis hijos, y mis padres”. Creo que la excusa de que el arte vale esa trasgresión, yo no la entiendo. Uno tiene que estar siempre consciente de las implicaciones de la escritura y no ser irresponsable, porque me parece una irresponsabilidad”.
—A mí me dio la impresión que en su libro ello tenía que ver también con esta crítica constante que usted hace en sus obras a lo mal llamado autoficción. ¿Parte de ahí?
—De cómo se puede llegar a hacer, sí. De una exhibición impudorosa, que solo es narcista, egomaniáca, en el momento en que no importa exponer a los demás siempre y cuando de ahí salga un buen libro. El paradigma es (Karl Ove) Knausgård, el noruego, contando las miserias de toda la gente que está a su alrededor porque de ahí sale literatura. Bueno. Probablemente tenga razón en el sentido de que salga un buen libro, pero ¿cuál es el costo de esto en términos emocionales, familiares, morales, éticos? El decir, “la literatura está por encima de todo” es una excusa; la literatura no está por encima de todo. La literatura no está por encima de la salud mental de mis hijos, ni de mi relación de pareja, de ninguna manera. Si yo un día escribiera algo que ya terminado dijera es genial, es mi gran obra, y esto fuera a afectar a uno de mis hijos, lo fuera a lastimar, tengo clarísimo que no publicaría eso. Es una excusa, el arte es una gran excusa para ser cabrones.
—Otras facetas suyas son las de profesor y la de lector profesional de literatura. ¿Dónde entra la imaginación en la literatura que habla de la cotidianidad? ¿Cuál es el papel ahí de la imaginación?
—Ensanchar los límites de la literatura; es decir, encontrar literatura donde supuestamente no hay literatura. La cotidianidad está llena de situaciones donde alguien diría aquí no hay una novela, no hay un cuento, no pasa nada. Y yo siempre digo que cuando alguien dice que no pasa nada es que no está poniendo atención. Siempre están pasando cosas, todo el tiempo, aquí mismo, ahora. A mí me entusiasma más, la idea, el proyecto por decirlo así, bajo esa premisa de decir que surja de la nimiedad, de la frivolidad, que encontrar un gran tema y que me digan hay una historia en mi familia muy interesante de un tío abuelo, o que migró a Estados Unidos y fue a la guerra de Corea y acabó siendo asesinado, ahí clarísimo hay una novela. Hay como toda una concepción de lo literario evidente. Obvia. Hay una novela. Sí, pero hay una novela que yo no quiero escribir, o no ahora, a lo mejor en el futuro cambian mis ideas. Yo quiero escribir una novela, qué sé yo, de que salí caminando y me encontré a una persona que no conocía y con la que tuve un diálogo y a partir de ahí la imaginación se activa. Veo las posibilidades de que a partir de ahí puedo empezar a contar algo.
—En su libro, sin afán spoiler, la muerte aparece; el temor a la muerte. Armando Bartra, en su más reciente libro, Exceso de muerte, dice que la pandemia nos obligó a confrontar nuestra condición humana de que no somos mortales. ¿Sintió realmente miedo a la muerte mientras escribía Peluquería y letras?
—Yo he sido por épocas muy hipocondríaco, ahora menos, me he reconciliado conmigo mismo, pero durante épocas largas de mi vida he tenido mucho miedo a la enfermedad, a sufrir, al dolor, a la muerte. Y creo que en realidad el miedo más profundo es a perder el control, a reconocer que no tenemos el control sobre nuestras vidas, por más de que construyamos esa ficción de que todo está bien, de que somos felices; en cualquier momento, esa ficción se desmorona con un diagnóstico médico, con un accidente, con algo que está sucediendo a tus espaldas y tú ni te enteras. Un día alguien llega, tu pareja, y te dice: “Ya no quiero estar contigo”. O sea, somos muy vulnerables, somos muy frágiles, y creo que hay un momento de reconciliación en que eso dejó de darme miedo, y me empezó a dar como paz. Nos pasa a todos. Ese reconocimiento de que todos somos mortales, somos vulnerables, somos frágiles, no eres el único.
“Creo que hay una idea muy narcisista detrás de la hipocondría: es como que me voy enterando que se van a morir todos. Güey, todos se van a morir, no solo tú. El hipocondríaco más hipocondríaco es que es muy narcisista, Pero te vas a morir tú, como se han muerto todos, y perdón, todos vamos a morir y las cosas van a seguir igual. Claro, tu muerte va a desencadenar una serie de problemas a tu alrededor, pero, quieras o no, a los seis meses, ocho meses, el mundo se volvió a arreglar, tus hijos seguirán sus vidas, tu pareja, tus amigos. Es así. Es terrible ¿no? Pero en el fondo, pienso, más que verlo como algo horrible, podría darnos paz. Es así. Hemos visto morir a mucha gente, padres, los míos no, familiares, amigos, y el mundo sigue. Y a veces uno se detiene y piensa: “¡Qué terrible! Las cosas se han vuelto a acomodar y todo ha seguido sin esta persona”. Pero es así.