Luis Bugarini Fosse

León Cuevas y su camino de asombros

El escritor hace uso de una mezcla fina que oscila entre la apropiación de un lenguaje y la adición autoral, lo que hace al libro un feliz paseo entre el relato y la anécdota

No es inusual que los poetas se apropien de lenguajes especializados propios de la ciencia o de disciplinas ajenas a la literatura para emplearlos como un área de juegos. La geología, la botánica y la vida marina son algunos de los más recurridos a lo largo de la historia literaria. Lo que es frecuente es que dichas tentativas se hundan sin remedio. Las causas son sui géneris, pero tienen relación con la ausencia de un despliegue imaginativo que maride con ese lenguaje externo a la poesía. La pirotécnica de recurrir a un exotismo intelectual no siempre es garantía de sobrevivencia, si bien puede destantear a lectores primerizos.

León Cuevas (Pachuca, Hidalgo, 1985) hace uso de ese mecanismo para su creación literaria en Un umbral para la taiga (Ediciones Periféricas, 2022), y lo que sucede ante nuestros ojos es una mezcla fina que oscila entre la apropiación de un lenguaje, un proceso imaginativo para utilizarlo con provecho y la adición autoral: la mixtura de registros literarios, lo que hace del volumen un feliz paseo de asombros entre la línea poética y la viñeta, el relato y la anécdota, el ensayo y el apunte de una intuición que debido a su forma tan disparatada se hace acreedora a la desaparición.

En una entrega poética anterior titulada Sal de alacrán (2019), Cuevas infiltra al lector en un medio chamánico y brujeril, anegado de conjuros por la visión extática de quienes invocan a las fuerzas de la naturaleza. Ahí aparece un poeta que es capaz de introducirse en una forma del habla para manipularla a su voluntad. Un umbral para la taiga es un volumen menos oscuro y dueño de una condensación más reconocible que aquel respecto a la materia poética y el juego sonoro. Así que en medio de la verbalización del lenguaje propio de los curanderos, la voz de Cuevas se disipó a ratos y sólo se mantuvo erguido el (acaso) involuntario elogio a ese mundo subterráneo.León Cuevas

El entusiasmo por Un umbral para la taiga es un producto natural de su lectura. El poeta simula a unos ojos asombrados por un hallazgo ante colores, texturas, sonidos y aún más específico: el mundo de los fenómenos, ese monstruo tentacular denominado “la realidad”. El aplauso sensorial es continuado y uno recorre esas páginas como quien atraviesa un camino de maravillas. Es un paseo que de forma instintiva nos lleva a ese universo microscópico que habita en las ensoñaciones naturalistas de Ernst Haeckel (1834-1919), quien habría prestado gustoso sus ilustraciones para el volumen.

Utilizo la referencia a Haeckel no como un manierismo retórico ni por una asociación intrépida en ausencia de una mejor. Refiero que las páginas de Un umbral para la taiga son producto de una operación visionaria. Al igual que la obra de Haeckel, quien nos legó cientos de placas con sus intuiciones gráficas sobre cómo podían verse organismos inaccesibles a la vista, en una época aún lejos de los microscopios de la actualidad, Cuevas se aventuró a cartografiar la suma de relieves y anticipaciones de su mundo interior. ¿Qué poeta se negaría a una semejante tentativa? Dudo que alguno levante la mano. No hay aspiración más alta para el escritor de cualquier género que lograr un mínimo de representatividad entre lo que siente y su modo personalísimo de leer el entorno.

El asomo borgeano en los diversos textos titulados “Ensayo general” sólo confirma que en la escritura del libro lo guiaron por partes iguales la inteligencia y la intuición, trenzados en un binomio cuya solución existe cifrada en la psique de cada persona. Lo usual es que nunca se devele la respuesta, pero ese misterio es suficiente para que un individuo se levante cada mañana a dar la batalla en su arena elegida. Cuevas elige una vía poética que busca la devoción por el misterio y las prácticas condenadas en la actualidad, tales como el asombro ante uno mismo y la contemplación de las formas que adopta el tiempo para fugarse. A su modo, es un poeta maldito, ahora que esa expresión apenas significa algo y anticipo que no le disgustará saberlo. Opta por el recogimiento antes que por la confesión de orfandad, que acaso ni es tal.

Ahora que los poetas escriben para ganar premios y además se los otorgan mutualmente (¡!), un escritor perfila su mundo interior para confesar que no siente debilidad por la violencia de la actualidad; ni el tránsito de drogas y su carnaval de sangre; ni los luchadores, con todo y lo divertidos que resultan; ni el lloriqueo social producto de lo-que-dicten-las-redes-sociales; ni las interminables lecturas de T. S. Eliot; ni por cualquier otra forma de autocompasión velada de los escritores. Su empeño es la experiencia y su procesamiento con las mejores herramientas de las que dispuso al ejecutar la escritura: el asombro continuado, el hallazgo vuelto expresión cristalina, la manifestación de un “yo” que levanta las alas para decir: no me voy a ir. Y al menos en este caso, celebremos que así sea.León Cuevas

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