Gibson

Gallagher y la Gibson de Lennon

En una de las habituales visitas a la casa de Yoko Ono le llevaron la guitarra de Lennon para que se las autografiara

París, finales del verano y el precioso parque Domaine National de Saint-Cloud se vestía de Rock en Seine, encuentro que convocaba a más de 30 mil almas dispuestas a roquear. El clima estaba templado. Un viento húmedo y musical erizaba un poco el célebre río de los barcos mosca. Oasis era la banda que cerraría con broche de oro esa emotiva cita, peeero, siempre hay un pero con los hermanos Gallagher y con el también voluble clima de agosto, porque a veces se ponen las nubes negras en un caluroso día de verano y, por las de Caín, cae la tormenta.

Así de volátiles eran también los dos carnales. De repente el energúmeno de Liam Gallagher acabó discutiendo con Noel en pleno backstage a unas horas de salir al escenario, lanzándole a la cabeza su mítica pandereta, mientras le espetaba: «¡Ya no eres mi hermano!», solo para recibir como respuesta un fraternal guitarrazo en pleno parietal, quedando tendido. Hay que decir que esa lira era la mítica Gibson J-160E, con la que John Lennon compuso «Love me do» y «I Want to Hold your Hand», entre otras rolas que aún vibraban en ella como almas errantes.

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Resulta que durante un concierto de los Beatles en la Navidad del 63, la Gibson había desaparecido y su paradero fue un misterio durante 50 años. Noel Gallagher la había adquirido en una subasta por nada menos que 2.4 millones de dólares y su identidad hasta ahora había permanecido en el anonimato. En una de las habituales visitas de los hermanos a la casa de Yoko Ono, se la habían llevado para que se las autografiara, y la mujer, que sabía de brujería y además vestía de negro, les dijo que esa guitarra tenía el poder de comunicarse con John si se le tocaban las notas exactas, que esta vez salieron por accidente por el madrazo en la cabeza de Liam. Ya lo decía el viejo adagio: “No hay máquina del tiempo más eficiente que una bella y vieja canción”.

Ahí estaba Liam Gallagher, que acababa de ser escupido por una puerta de luz, tumbado en el pastito de un inmenso jardín a través de un viaje en el tiempo gracias a que las notas fueron tocadas como lo había profetizado Yoko, aterrizando en pleno 1968 en Kenwood, propiedad y hogar de un psicodélico Lennon. El de Oasis vio al principio todo verde hasta empezar a distinguir los simétricos setos, al fondo la mansión estilo Tudor enmarcada por un cielo azul contrastando con unas blanquísimas nubes. De repente, de entre las plantas y arbustos vio una figura danzando descalza «Tomorrow never knows».

Lennon regresaba de su viaje a la India con el maharishi, o sea que sexy sadie lo había decepcionado, había permanecido sin meterse drogas en esa estancia con el gurú y cómo se dio cuenta de que el gurú era un fraude regreso decepcionado y se metió todas las drogas que pudo. Eso si fue real. Andaba, digamos, en un estado lisérgico gaseoso, ácido en el desayuno, anfetaminas de comida y speedball de cena. Así llevaba tres días y para colmo Cynthia, su esposa entonces, se había ido de vacaciones. Su mánager y confidente, Brian Epstein, se había embarcado en el viaje eterno dejándolo hecho un marasmo en una isla llena de grillos. Ser un Beatle era una pesada carga que destrozaba su espalda hasta besar el suelo.

En un principio no sabía si ese ente que apareció en su jardín, por esa puerta iluminada, era un alien o un rabino punk. Pero esa aparición que venía del futuro le dijo «tú eres Dios», y como el hermano Gallagher se acababa de pelear con los otros tres Beatles (pero, ¿con quién no se metía en líos Liam?), le profetizó que no necesitaba de esos tres engreídos y que conocería a una japonesa que sería su musa, su madre y su bálsamo cariñoso. «¿Y quién eres tú?», pregunto John como La Cigarra interroga a Alicia en el País de las Maravillas, entre espesas nubes de humo sobre el hongo. “Puedes decir que soy un soñador, pero no soy el único”, respondió el discordante Liam mientras hacía un guiño. «Y jamás de los jamases des autógrafos», recomendó con el edificio Dakota en su mente, mientras desaparecía engullido de vuelta al futuro por una luz.

La metáfora del conejo blanco en la madriguera. ¡Y… yo soy Dios!», se dijo para sus lisérgicos adentros un alucinante Lennon, quien ese mismo día convocó a la banda y le dijo que Apple tenía que sacar un comunicado de prensa informando al mundo que él era Jesucristo. Los otros Beatles sabían cómo actuar con naturalidad cuando John andaba en esos valses, así que le dieron el avión (porque al igual que Liam Gallagher, solía ponerse mal y comenzar a soltar chingadazos) y solo dijeron que con tan trascendental noticia debían estudiar la manera de hacerla pública.

Ya en casa, el solitario Lennon sintió frío y marcó a Yoko. A esa japonesa se refería ese conejo de lentes oscuros y corte de rabino que se escapó por una madriguera de luz, ¿no? Así fue como la mujer se instaló con John y ya no se fue.

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