Hutchence visita a Süskind

Michael Hutchence había viajado desde Copenague hasta Starnberger, Alemania

Michael Hutchence se brincó la barda para atravesar el jardín que daba a la casa de Patrick Süskind. Había viajado desde Copenague hasta Starnberger, Alemania, remando por el lago del mismo nombre. Hacía ya casi un mes desde su trifulca con el taxista que había golpeado en plena y guapísima cara al Dios del Sexo, cuya cabeza dio con el filo de la banqueta resintiendo severos daños en su olfato y buen gusto. Ahí, en la habitación, había dejado una pequeña nota sobre la cama donde yacía la guapísima Christensen: “Iré en busca de respuestas”.

A Süskind no le importaba el mundo ni nadie que lo habitara, sólo el contrabajo y el dulzón olor de sus novelas. Ya antes se había recluido en ese paraíso que tenía por espejo un lago, tan mencionado por T. S. Eliot en su poema “The Waste Land”, y al igual que esas aves que migraban a pasar el frío en ese lago, el narrador se quedó muchos inviernos más. En ese lago murió ahogado, por cierto, el rey Luis II de Baviera.

Unidos, entonces, por el perfume de un libro en un viaje sensorial del que no se habían podido recuperar ninguno de los dos.

Patrick escucho ruidos en el alféizar del estudio, tomó una escopeta, se puso su boina y bajó escrupulosamente por las escaleras de nudosa madera, que no podía dejar de rechinar a cada titubeante pisada del escritor. Entonces vio algo que se movía entre las sombras de su biblioteca y las cortinas. Preguntó, trémulo:

—Sempé, ¿eres tú?

—¡Soy yo, Michael! –respondió el músico dando un repentino y sensual saltito.

—¿Qué hace aquí usted, jipi mugroso? –preguntó Patrick, amenazando con su mirada cargada dentro del armazón metálico de sus circulares lentes, como si se tratara de otra escopeta.

—No soy jipi ni mugroso, me baño, aunque ahorita no pueda oler nada.

Esas palabras tranquilizaron a Süskind.

—Pues hazme el favor de sacar tu pelo revuelto y tu pecho desnudo de mi propiedad. Además, ya saben que me caga dar entrevistas.

I need you tonight –dijo casi con desesperación Michael, evocando su rola.

Y Patrick, con recelo, interrogó:

—¿O eres acaso un seductor?

—Más que eso, soy Michael Hutchence.

Patrick se quedó incrédulo.

—Creo que estás empezando a irritarme más que aquella paloma de mi novela, igual de terca que tú. Voy a tener que dispararte.

—¿Ya qué más podría llenar de infortunio mi insípida vida? —dijo Hutchence, compungido—. No recuerdo nada, sólo que estaba paseando en bicicleta con mi bellísima novia, nos detuvimos a comprar pizza y eso fue lo último que pude degustar, una pinche pizza que ni estaba tan buena, y un recto en mi perfecto rostro. No puedo recordar más, la vida me arrebató ese tesoro, yo que quería probarlo todo y ahora no puedo oler ni mi propio éxito de rockstar, ¡vamos, ni siquiera ahogándome en mi propio olor!

—¿Y eso qué diablos tiene que ver conmigo? –interrumpió el novelista, ya con atisbos de cólera e impaciencia en la mirada, mientras se servía un güisqui–. Bueno, ya basta con tus lloriqueos de niña bonita.

No sabía si la sangre le hervía por el trago o por esa visita indeseada y repentina, las oleadas de sudor comenzaban a rezumar en forma de pequeñas gotitas por los poros de su nariz.

—¿Sabes que no podré ni siquiera oler a mi bebé cuando nazca? No somos inmortales, Patrick, aunque creo que nuestra obra sí puede llegar a serlo. ¿Sabes algo sobre los olivos? –pregunta obligada de Michael siempre que se ponía solemne.

Patrick lo interrumpió:

—No sé si te diste cuenta de que el árbol por el que trepaste para brincar a mi propiedad es un bello, más que tú, rechoncho, chapeado, nudoso y fortachón olivo, me lo traje de Andalucía, necesité un helicóptero para trasplantarlo en mi jardín y ahora goza de la compañía de mis rosales, de mis geranios y de mis lecturas matutinas. Ya no necesito subirme a un avión. Puedo quedarme en casa y disfrutarlo. Algunos de estos olivos de más de 300 años conocieron quizá la Conquista, las más terribles sequías y todos los parásitos de los últimos siglos.

—¿Cómo haces para que sobreviva al voluble clima de Alemania? –preguntó Michael.

—Hasta los 10 grados no hay problema, pero más allá de los 15 ya es un problema. Por eso mandé a hacerle un abrigo térmico de treinta vatios a la medida, lo cuido como si fuera mi hijo.

Michael lo miraba con los ojos húmedos de amor.

Patrick prosiguió:

—La mayoría de los placeres tiene su sabor, su olor, pero hay placeres de touch y son más intensos, más sensoriales.

—Ahora tendré que vivir en una eterna asfixia autoerótica –replicó Hutchence.

—Dicen que uno es lo que desea.

—Pues yo nunca deseé ser un huérfano del sentido del gusto, un cadáver sin olfato del que todos pueden percibir su podredumbre. ¡Quiero respuestas, Patrick!

—Bueno, ya llégale, ahora sí ya llenaste mi buche de piedritas, tengo cosas importantes que hacer —refunfuñó Patrick—. ¡Tienes cinco minutos para sacar tu morboso trasero de aquí!

—Sé que el éxito no te hace feliz, a nadie nos hace felices –reflexionó Michael antes de enloquecer, arrebatar la escopeta a Patrick y dar una perfecta low kick a uno de los libreros de cedro del escritor, haciendo un boquete del tamaño de su viril enojo.

—Debes tener el devil inside, jipi —dijo Patrick, hurgando en el bolsillo de su bata para sacar un cigarrillo que encendió por el filtro.

Llorando, Michael se tiró, abrazado en posición fetal, repitiéndose: “no podré oler a mi bebé, no podré oler a mi bebe”.

A Patrick decepcionó darse cuenta al día siguiente que su visitante se había largado dejando sin abrigo a su hermoso muchacho de melena platinada, como si se tratara de una ex novia despechada y vengativa, llevándose con ella la calefacción del olivo.

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