Los límites del placer: Somos una sociedad que acota oportunidades, experiencias y disfrute. Crecemos inmersos en un pernicioso credo de no poder y no ser suficientes. De no merecer.
La cultura del “no” se engendra de manera tácita a través de instituciones milenarias como la familia e iglesia. El odioso sistema de castas prevalece hasta nuestros días. La dominante piel morena aún restringe oportunidades de movilidad social, se asumen conductas perniciosas de sufrimiento con la sentencia literal y equívoca de “ganar el pan con el sudor de la frente”.
“Tú no”, es una máxima que parece rodearnos y que se vuelve tangible a partir de premisas tan absurdas como estás viejo o demasiado joven, “eres inadecuado”, “no puedes por ser feo, musulmán, discapacitado o gay”.
En un afán de control desmedido se reducen significativamente experiencias. Se cierran puertas. Se normaliza la discriminación.
Si eres mujer debes preservar ciertos comportamientos “aceptables” y dictaminados por usos y costumbres. Si eres hombre debes renunciar a determinadas prácticas porque son tareas femeninas, como involucrarse en el cuidado de los hijos.
Si se nace en determinado estrato es “natural” no ascender en la escala económico-social, si se emerge de una familia que detenta una religión es “pecado” virar a otra o incluso observar distintos cultos a un Dios nuestro, de ellos y nosotros, aunque le demos nombres diferentes.
Y en este mundo lleno de márgenes y estigmas, aparece un dadaísmo que señala, arbitraria y falazmente, que el amor y la amistad sólo son valores “propios” de los jóvenes. Se niega, incluso, la capacidad de enamorarse bajo el reduccionista “argumento” que eso no es para nosotros. Pero la tendencia natural es que somos seres sociales. Tendemos a establecer nexos, interacciones y filias por el simple hecho de estar vivos.
En un mundo donde la soledad es la raíz de muchas enfermedades mentales, como la depresión, paradójicamente imbuimos a los que consideramos viejos al aislamiento. Pero también a vidas asexuadas.
Se acota la experiencia sexual a los años fértiles, lo que impone desde ahí un marcado machismo porque un hombre puede ser padre a cualquier edad. Sin embargo, se predetermina que el amor, la amistad y el sexo están proscritos después de determinados años. En algunas culturas este sesgo aparece en la treintena.
Sin darnos cuenta, orillamos a convertirse en zoombies a los que tildamos de “viejos”. Esto porque no logramos comprender que a medida que pasa el tiempo nos volvemos naturalmente más selectivos y sofisticados en las maneras como nos relacionamos con otros.
Ya no es la espontaneidad plena de los primeros años. Ya se tiene la experiencia suficiente para decantar personas y experiencias. La sexualidad deja de ser un simple emblema de placer y se convierte en una parte de un minucioso entramado de la relación con otro. Esa depuración de experiencias, la sofisticación de nuestras filias, no es sinónimo de fin. Es un cambio, no inexistencia.
Ojalá pudiéramos comprender verdades tan llanas de que al poseer vida tenemos oportunidades de todo. Que la edad, género, orientación sexual u orígenes son etiquetas intrascendentes en la gran aventura de vivir que ahora podemos experimentar sin prejuicios ni límites. Somos. Eso es lo único que cuenta para hacer, emprender o sentir.
“La joven de la perla” atrapa a nivel neurológico al espectador
«El @mauritshuis presenta los resultados del estudio que indica que la respuesta del espectador al cuadro de Vermeer es un «bucle de atención sostenida»…»@Neurensics @UvA_Amsterdamhttps://t.co/zdxiKiBrVX
— Fusilerías (@fusilerias) October 4, 2024