Como todos los días, Serafo despertó puntualmente a las 5 de la mañana. Se levantó procurando no hacer ruido y puso a calentar sobre la estufa aquella abollada olla de aluminio con el atole de avena: su vicio, más si mamá le agregaba una lata de leche condensada.
—Es la pura vitamina, chamacos: no entiendo por qué a ustedes no les gusta; éntrenle, para que se pongan como para Pancho Pantera: fuertes, audaces y valientes, y para que le intelijan a eso de los estudios…
Los chamacos preferían el arroz con leche, y hasta se acomedían para limpiar el cereal, quitándole las piedras y basuritas que el cereal solía llevar.
—Interesados que son, escuincles: no se tratara de limpiar los frijoles o las lentejas, porque ahí sí hasta se esconden en las zanjas o se largan hasta lo más lejos del llano… Esos negritos son semillas de nabo, sepárenlas y luego la sembramos en una maceta, verán qué chulas se dan esas plantas. Pero primero se quitan el uniforme de la escuela y luego vienen a ayudarme.
El atole de arroz era de todos los días y sólo de vez en cuando la mamá le agregaba la espesa leche de lata y se convertía en la golosina qué a todos apetecía y hasta repetían ración.
—Apúrense a tomar su avena o no llegamos a Buenavista. El tren sale puntualito y nos deja, allá ustedes si nos quedamos sin pasear…
Allá van Serafo, su Tere su esposa y sus tres retoños, con la enorme bolsa que contiene tortas y refrescos; abordan el camión casi vacío.
En la enorme estancia de la terminal del tren, Serafo adquiere los boletos y enseguida abordan al vagón de segunda clase con destino a Uruapan y puntos intermedios, entre ellos Salazar, estación enclavada en la zona conocida como La Marquesa, paseo campestre de amplio arraigo entre los habitantes de la Zona Metropolitana de Ciudad de México.
—Esto sí es vida —exclamaba Serafo—, no ese maldito salitral en donde vivimos, donde ni las verdolagas crecen… Miren nomás qué chulada de árbol donde vamos a colgar el columpio, y verán que vamos a alquilar unos caballos para montar…
La enorme máquina bufaba; atrás quedaban las estaciones urbanas (Tacuba, Naucalpan…) y transponía las montañas de Mil Cumbres e iniciaba el descenso. En Salazar familias enteras, grupos de montañistas y boy scouts abandonaban los vagones y se desparramaban por el verde llano, donde extenderían cobijas y manteles para tenderse al sol y colgarían en las ramas de los árboles hamacas y columpios para los chamacos.
Serafo alquilaba un par de caballos: en uno montaba a sus tres bodoques y en el otro mostraba sus habilidades de jinete afincado en la ciudad.
Al caer la tarde se encaminaban rumbo a la estación para esperar el tren, por lo común atestado y con grupos de jóvenes tocando la guitarra y entonando canciones de rompe y rasga, animados por el pulque y las cervezas.
—Si se van a dormir, de una vez, que llegando a Buenavista tenemos que correrle para alcanzar el camión rumbo a la casa: el que se duerme se queda, chamacos: ya saben.
Cansados pero felices, los integrantes de la familia daban de cenar a los perros, guardaban las jaulas de los canarios y se tendían a dormir con una enorme sonrisa de satisfacción.
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De ahí viene la cecina.
“El aroma de la carne asada se esparce y atrae a los perros de la casa; los tres (Dandy, Sultán y Golondrino) se sientan a prudente distancia, a la espera que les arrojen un hueso…”
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— Fusilerías (@fusilerias) June 7, 2022