Me despertó el aullido de un coyote. Los perros se volvieron locos. Al vivir en el campo, a menudo escucho esos agudos aullidos que atraviesan la oscuridad, pero esto era distinto. Sonaba más como un rugido.
El rugido sonó más cerca y más cerca, como si el animal anduviera justo afuera. De pronto toda la casa se estremeció como si estuviera temblando. Me levanté de un brinco para asomarme al patio, donde mi peor pesadilla se hizo realidad: un intruso corría velozmente por el techo.
Le grité en inglés, sin pensarlo demasiado, y extrañamente él me contestó en el mismo idioma. “¡Ayúdenme!”, exclamó, “¡ayúdenme!”. Trastornado por el miedo, no pude asimilar sus palabras ni registré que la luminosa figura blanca en mi tejado estaba completamente desnuda. Entonces se lanzó al aire, se agarró al único árbol seco del patio y se deslizó por su inestable tronco como un bombero.
Una vez dentro, corrió hacia mí. Eché el cerrojo a la puerta velozmente, mientras al otro lado él golpeaba con los puños, suplicando que le dejara entrar. “¡Ayúdeme!”, gritaba una y otra vez. “¡Vienen los sicarios!”. Por si un allanamiento de morada a la mitad de la noche no fuera suficientemente aterrador, saber que unos asesinos iban pisándole los talones al intruso en cuestión no aliviaba mi terror en absoluto. ¿Pero estaba realmente en peligro? ¿O él mismo andaba armado y era peligroso? ¿Estaba trastornado o drogado? Todas las posibilidades parecían igualmente creíbles.
Permanecí atrapado durante horas, mientras aquel hombre despotricaba y sollozaba en el patio. La policía municipal no tardó en llegar, pero huyó con rapidez al oír las explosiones provocadas por las macetas que el intruso lanzaba para ahuyentar a los sicarios imaginarios, pensando que eran balazos. La policía municipal llamó a la policía estatal, que irrumpió por la puerta principal al amanecer. Cuando el cielo se iluminó, el patio se llenó de veinte hombres fornidos con equipo de protección y armas automáticas.
Encontraron al intruso escondido detrás de un refrigerador. Al salir de mi habitación, vi que varios agentes lo tenían inmovilizado en el suelo; no era un monstruo sino un joven flaco y desnudo que temblaba de frío. Si de verdad había creído que lo perseguían sicarios armados, su peor pesadilla se estaba desarrollando ante mis ojos. Le llevé un par de pantalones de mezclilla y una manta para que se mantuviera abrigado, luego la policía se lo llevó.
Pero el episodio no terminó ahí.
Se organizó una mediación para que el intruso pudiera evitar la cárcel, de aceptar ciertas condiciones. Dos días después del incidente, la Guardia Nacional lo escoltó hasta la comisaría, con aspecto agotado y mis pantalones de mezclilla todavía puestos. Entonces escuché su versión de los hechos.
Había crecido en el pueblo de al lado, dijo, una comunidad agrícola rodeada de campos de maíz y alfalfa. Pero llevaba diez años viviendo en Filadelfia, donde tenía mujer y una hija. Un día, la policía lo detuvo por cruzar la calle imprudentemente y fue deportado de inmediato. De vuelta al pueblo donde aún vivían sus padres, sin saber si volvería a ver a su mujer y a su hija, cayó en la desesperación y se drogó para mitigar su desesperanza.
Aquella noche se había drogado en los campos de las afueras de su pueblo, donde lo invadió la paranoia de que los sicarios venían tras él. Empezó a correr tan rápido como pudo, despojándose de sus ropas, convencido de que, si se transformaba en su nahual, podría escapar. A lo lejos vio mi casa, y la droga le brindó la fuerza sobrehumana para atarse a un árbol, llegar hasta mi tejado y volar por los aires para reclamar asilo en mi patio.
¿En qué otro lugar, sino en México, puede una historia pasar de lo terrorífico a lo absurdo, a lo desgarrador? El villano se convirtió en la víctima. Imaginé aquella noche a través de sus ojos, corriendo como si su vida dependiera de ello, con el deseo de transformarse no en un coyote, sino en un pájaro que pudiera volar y volver a casa.
Tras acordar que buscaría tratamiento en un centro de rehabilitación y no volvería a entrar en mi casa, fue puesto en libertad. No sé qué le ocurrió después, pero se quedó con mis pantalones.