Dicen que la vida te cambia en un segundo. Considero que un parpadeo es más largo y aún en ese periodo la vida puede dar un vuelco de 180 grados. Las razones van desde las más comunes hasta las más inverosímiles, pero parten siempre de un común denominador: hay un antes y un después del evento vivido. También las explicaciones a dichos sucesos pueden ser desde las más complejas hasta las más simples: sucedieron los eventos simplemente porque sí.
Pasaban las 10:30 de la noche, era un martes de verano en la Ciudad de México. Cruzaba las callejuelas que me llevarían a casa después de un largo y fascinante día de trabajo en uno de los centros de reclusión y por alguna extraña razón, una cuadra antes de llegar a mi destino, bajé la ventanilla de mi camioneta, cosa que jamás hago por cuestiones de seguridad, y me detuve en un alto a tres metros de la cochera de mi hogar. Mientras mi pie presionaba el freno, comencé a escuchar los gritos ensordecedores de una mujer que reclamaba “¡no lo hagas, por favor!”, “¡detente!”, “¡ya no!” y, desconcertada, presté atención.
Lo primero que me vino a la mente fue que en algún lugar de la zona de departamentos ante la que me encontraba, una mujer estaba siendo violentada, ya que los gritos se escuchaban verdaderamente alarmantes y llenos de dolor. Eché un vistazo a los alrededores y todo estaba solitario, no cruzaba ni un alma. Bajé de mi camioneta, que dejé encendida, y comencé a caminar lentamente tratando de ubicar de dónde venían esos gritos con la finalidad de intervenir en cualquiera que fuera la situación. De pronto y para mi sorpresa, a través de una ventana en un sexto piso, comencé a ver cómo caían sillas, revistas, objetos diversos, ropa… y pude identificar que era un varón quien las arrojaba. Los gritos venían de allí. Desde luego que sí.
Aceleré mi andar y en lo que daba dos pasos, los gritos de la mujer adquirían mayor claridad y el hombre al que había visto arrojar media casa por la ventana comenzó a arrojarse también a través de ella. En esos segundos pude notar que había quedado sostenido del marco sólo de sus manos y gracias a la fuerza de sus brazos. No pasaba de 25 años, era de complexión robusta, vestía unos jeans con una polo blanca y estaba furioso, verdaderamente furioso. Me apresuré y comencé a correr cuando le gritaba “¡detente!”, “¡no lo hagas!”, pero el chico estaba ya decidido con el cuerpo entero colgando en la pared del edificio.
En un abrir y cerrar de ojos giró su cabeza hacia mí (ya que yo le estaba gritando) y tomando impulso se arrojó al vacío. Llegamos al mismo punto en el tiempo exacto, él desde un sexto piso, yo desde tres metros donde estaba mi camioneta en marcha. Todo ocurrió en cámara lenta. Yo observaba con frustración, impotencia y desconcierto su caída mientras por mi mente sólo pasaba la necesidad de llegar adonde él caería al mismo tiempo para servir como “amortiguador” y otros disparates que en situaciones de crisis se nos ocurren y que, en definitiva, no son la mejor opción. Ahora entiendo que de haberlo hecho, seguramente habría yo quedado con daños severos en mi columna vertebral.
Y cayó.
Cayó a mis pies sobre el asfalto. El estruendo del golpe en su cuerpo fue un sonido que no olvidaré jamás. Cayó sobre su espalda y con una rapidez impresionante comenzó a inflarse su estómago de una manera descomunal. Como efecto de la caída, su polo había quedado entre sus cervicales, por lo que estaba desnudo de torso y abdomen. En ese momento me miró, yo sólo me preguntaba por qué y con mis dedos tocaba su cuello tratando de buscar su pulso en ese sitio donde te enseñan en los cursos de primeros auxilios del colegio, esos a los que difícilmente prestabas atención. Lo encontré y mantuve mis dedos siguiendo sus pulsaciones hasta que dejé de sentirlas.
En esos momentos gritaba a los guardias de los edificios vecinos que me acercaran una manta, algo para cubrirle, creyendo que mientras su corazón latiera podría salvarle la vida, si lograba que conservara su calor. Nadie atendió mi petición. El que salió a mis espaldas, vio la escena y se desmayó. Otro de al lado abrió la portezuela, nos miró y echó a correr cerrando de golpe. Yo gritaba más fuerte, pero nadie atendía. Llegué a pensar que en realidad alucinaba estar gritando porque nadie hacía algo. Entonces mis dedos dejaron de sentir su pulso. Al interior de sus ojos bajó una cortina cristalina que empañó su mirada y la tornó turbia. Aún tenía buena temperatura corporal, pero de nada servía. Cerré sus ojos y me quité la blusa que llevaba para cubrirle.
***
Corrí a mi camioneta, tomé mi móvil y llamé a mi madre. En realidad, en aquel momento no sabía a qué número de teléfono marcar. Atendió y supongo que poco me entendió, porque lo único que escuché al otro lado de la línea fue un “¿Qué hiciste ahora, Mónica?”. Yo estaba agitada, intentaba apresurarme y al final le dije: “Madre, llama a una ambulancia, estoy en la esquina de casa”. Pobrecilla mía, la vida de incertidumbre que le he dado. No en vano asumió que algo había hecho yo.
Volví de inmediato adonde estaba el chico y un vecino del edificio en cuestión me aventó una sábana por la ventana de un tercer piso. Lo cubrí, llevé mis manos a la cabeza intentando entender qué había ocurrido y repasando qué podría haber hecho mejor. Miraba hacia todos lados y no lograba ver ayuda cercana. De pronto, a mi lado derecho, vi que venía mi madre corriendo y gritando mi nombre. La detuve para que no se acercara a la escena: “¿Qué pasó, Mónica? ¿Quién está allí? ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué estás desnuda?”. Intenté calmarla y le pedí que se alejara del sitio, que fuera a mi camioneta y la guardara en la cochera, que me trajera un suéter. Obvio, mi madre no se movió de mi lado.
En esos instantes comenzaron a salir vecinos de los edificios contiguos. Mi madre ya había dado aviso a la ambulancia y a lo lejos se escuchaba la sirena. Un amable vecino movió mi auto, que obstruía la calle, y la ambulancia arribó. Yo permanecía en silencio, observaba las diversas escenas e intentaba estructurar una teoría sobre lo que acababa de ocurrir. Momentos después de que llegó la ayuda de los paramédicos y comenté lo sucedido, un auto casi nos arrolló y se detuvo frente a nosotros. Bajó un señor de no más de 60 años, llevó sus manos a la cabeza y empezó a gritar: “¿Qué hiciste, hijo? ¿Qué hiciste?”. Rompió en llanto, desconsolado. Lo detuve, no lo dejé acercarse al chico y le hice preguntas básicas como quién era y cómo se enteró, a lo que me respondió que era tío del joven, hermano de su mamá, quien le había llamado minutos antes para decirle que su hijo estaba atravesando por una crisis de violencia derivada del consumo de cocaína, que acudiera a auxiliarle. Por eso estaba allí.
El resto de lo ocurrido es ocioso mencionarlo. No obstante, es importante rescatar ciertos aspectos. Llegué a mi cuarto enfadada, desconcertada, imposibilitada, frustrada e intentaba entender por qué habían sucedido las cosas y por qué me habían ocurrido a mí. Empezó la paranoia ¿Había acaso un mensaje cósmico escondido en el suceso? ¿Quién era ese chico que decidió quitarse la vida? Preguntas al aire. Supe por su tío que llegó a la escena que el chico era hijo único y vivía con su madre. Tenía 24 años y era consumidor asiduo de cocaína, lo que lo llevaba a presentar estallidos de violencia e impulsividad. Había amenazado antes con quitarse la vida, pero nadie lo había tomado en serio. Hasta que lo consiguió.
***
En años recientes el suicidio en México es ya una de las principales causas de muerte en jóvenes de entre 14 y 29 años. En 2020 hubo 7 mil 896 casos en el país, dándose con mayor frecuencia en varones y jóvenes[1]. A escala mundial es la cuarta causa de muerte en adolescentes y jóvenes: cada 40 segundos se mata una persona en el mundo. Aunque las mujeres lo intentan más utilizando altas dosis de fármacos psiquiátricos, lo logran en menor medida que su contraparte masculina, quienes lo consuman por ahorcamiento, con arma de fuego o lanzándose al vacío en 82 por ciento de los intentos que llevan a cabo[2]. Las motivaciones para este tipo de violencia contra uno mismo (como lo enuncia la OMS) pueden ser diversas, pero es de suma importancia que las ideaciones suicidas no se tomen a la ligera. Nadie que desea morir, bromea con ello. Basta una buena escucha, una palmada de apoyo, un adecuado acompañamiento, un momento compartido, un entendimiento sin juicio, para evitar esas tragedias.
La madre, por razones que aún hoy no están claras, decidió minimizar la desesperanza mostrada por su hijo y catalogarla como mera “llamada de atención” de éste, lo que, reunidos los elementos, dio lugar a la tragedia. Nunca sabremos lo que en realidad ocurrió entre madre e hijo aquella noche. La primera murió de un accidente cardiovascular dos años después de perder al muchacho, pero lo que sí es obligación para nosotros entender es que no se debe subestimar la intención suicida de nadie. No esperen a que pase el tiempo, busquen la ayuda necesaria y hagan lo debido, y, lo más importante, no dejen de decir lo que tienen en mente, porque quizá no haya una segunda oportunidad para hacerlo.
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“Hasta hace poco metida en prisiones, se me ocurrió hacer un cálculo, y descubrí que todas las PPL con quienes he trabajado, sumaban mas de 25mil años de tiempo en condenas… eso es más que los años registrados de historia humana en la tierra”. pic.twitter.com/9lexKgBLCG
— Mónica Ramírez Cano (@MonRamirezCano) August 17, 2022
[1] Datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) 2020.
[2] Laura Barrientos Nicolás. Médico Psiquiatra, académica de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México.