Las personas que tienden a complacer sistemáticamente a los otros, quienes asumen que la armonía está en siempre ceder, resultan tontas o locas cuando se empecinan alguna vez en un “no”.
De manera misteriosa, al romper su tradicional esquema de aceptación, generan la frustración o anonadamiento del otro. No pueden explicarse porque esta vez el “blandengue” rehusó hacer, decir o asumir determinado punto de vista, porque no siguió el tradicional rol de sumisión.
Les contaré el trasfondo del no.
Pero antes debo aclarar que la proclividad a aceptar determinaciones, juicios, razones y acciones de otros no devela que se habla con una marioneta, sino con alguien que valora la relación o que considera intrascendente en ese momento disentir porque no aportará nada. Es cuando existen más cosas en la mente y suele coincidir con los otros.
Esto ocurre en general en cosas nimias y poco relevantes. Se aceptan para que los demás impongan gustos o acciones. No se suele debatir el color de las cortinas o la opinión sobre la política monetaria en Chechenia. Existe la proclividad a escuchar sin cuestionar punto por punto. A veces los naturalmente complacientes sólo asienten educadamente aunque consideren irrelevantes o erróneos los juicios del emisor.
Quienes fueron educados bajo un régimen estricto, altamente tradicional, no son “peleones” por naturaleza. Suelen mostrar docilidad y hasta una obediencia natural a instituciones viejas como las iglesias y una deferencia natural a las personas mayores.
Pero la bonhomía natural y la dulzura no son sinónimos de personas acotadas e insignificantes. Esto deberían saberlo los controladores por antonomasia y también la pléyade de abusivos. Ellos deberían de entrenarse en descifrar a quienes concuerdan con ellos. Es posible que sólo se trate de personas muy prácticas que hicieron de “seguir la corriente” un estilo de vida que no roza ni siquiera su verdadero conocimiento.
Pero ahora que ya se develó que las personas “si” no carecen de sangre en las venas y que la pasión está fieramente agazapada en su interior, conviene saber las razones del no.
En primer lugar los lugares juegan un rol trascendental en nuestras acciones y decisiones. Cada sitio está impregnado de energías diferentes y, lo sepamos o no, tendemos a “leer” simbolismos y energías de un lugar. Captamos presencias tan diversas como la desolación, la incuria, olvido o traición.
Con los objetos ocurre igual: los hay felices y otros, sin importar la apariencia, están rotos.
Se dice no, muchas veces, por gestos o muecas casi imperceptibles que alertan sobre la falsedad, dejo de superioridad o mentira. Se dice no por la sonrisa chueca que evidencia triunfalismo, crueldad o burla.
Pero sobre todo, nos aferramos a un rotundo no cuando perderemos cosas altamente estimables como el propio respeto, cuando aceptar algo nos alejaría de la noción de dignidad, cuando un si implicaría traicionarnos a nosotros mismos o no sernos fieles. Entonces, sin importar consecuencias, se sostiene con alma y dientes el no.
¿Puede revertirse esta negación? Si, cuando existe un deseo sincero por generar acuerdos, por empatizar con las profundas causas del otro, por alentar el bien común. Sólo es digno de persuadir quien ama. Los demás no. Están lisiados para establecer puntos en común.
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— Fusilerías (@fusilerias) March 19, 2023