La autocompasión que nos permite curar las propias heridas es una pausa que suele ser atroz si se prolonga.
El asumir que somos víctimas de circunstancias y personas nos resta poder. Arrostra dignidad, aplomo y sentido de ser. Es un camino tortuoso de autodestrucción. Pero también un recurso para llamar la atención y estar en la vida de alguien.
El “si me dejas me mato”, popularizado en telenovelas y canciones, es una traducción burda y pertinaz del chantaje que se hace ante alguien que desvaloriza o ignora necesidades de afecto o subsistencia material. Es la treta que algunos emplean como recurso inmersivo en la mente y acciones de otros, la imposición en la vida de alguien más.
Algunos estereotipos acendran la autocompasión. El de la madre como víctima, de dar todo a cambio de nada, la de los hijos indiferentes y egoístas, la de hombre que desconocen la infelicidad y otros muchos monstruos del imaginario popular.
El chantaje camina a la par del victimismo. Conforman una simbiosis maligna de resentimientos y amargura atrapada. Se efectúa de manera irracional, y hasta cierto punto intuitiva, cuando creemos que la requerimos para sobrevivir. Asumimos que a través del sufrimiento nos redimiremos por las culpas propias y ajenas, que a través de la compasión tendremos justificación de ser o sentir.
Somos víctimas cuando olvidamos que cada uno escribe su propia historia, que trazamos en cada una de nuestras acciones el propio destino.
La proclividad a la autocompasión nos vuelve sombras. Es admitir en nuestra realidad minusvalía y cortar de tajo habilidades y virtudes, como si fuéramos nuestro peor enemigo.
Aunque la autocompasión es parte de la sanación ante un infortunio, ese paréntesis para arroparnos a nosotros mismos y catalogar recursos para salir adelante e incluso crear resiliencia, puede ser un tobogán profundo a la auto destrucción.
Llorar un poco es admitir tristeza, pero no debe ser permanente el llanto. El infortunio debe parar, so riesgo de que se convierta en un patrón de victimismo que cada vez nos hunde más en conductas perniciosas como la pérdida del auto respeto, el clamor a gritos o silente de un héroe que nos rescate, el flagelo insufrible del arrepentimiento… es crear el infierno en la tierra.
¿Sufres? Entonces para. El dolor es humano, pero no el acicateo constante sobre él. No es útil reiterar una y otra vez las razones de infelicidad. No pueden cubrirse con un lienzo negro los signos de belleza y la propia valía.
A lo largo de la vida hay pérdidas, y se vale lamentarlas. Pero no estancarse en ellas. Incluso la muerte de un ser amado nos da la oportunidad de proseguir. La propia felicidad, incluso, puede ser el mejor tributo que demos a quien ya trascendió y es importante y significativo para nosotros.
Pero el victimismo es el llamado incesante de tristeza. La conmiseración se vuelve entonces un ancla que nos remonta a las profundidades del sufrimiento. Y de ahí, ya no es posible salir.
La víctima debe desaparecer si queremos preservar amor propio y dignidad. La pregunta crucial a desvanecerla es ¿por qué necesito la conmiseración e incluso “lástima” de los demás? Es probable que la respuesta nos sorprenda, porque puede ser el síntoma de un arrepentimiento tardío por no haber hecho lo debido, por una inseguridad patológica de gustar a otros, por la creencia falaz de no valor e, incluso, no ser.