El tejado, Othón siempre olvida que debe arreglar el tejado. Antes de la temporada de lluvias. De lo contrario, las goteras le obligarán a colocar ollas y cubetas ahí donde son más persistentes.
Ahora es demasiado tarde. Llegó de trabajar el sábado. A la salida del Metro adquirió una capucha de hule para cubrirse de los gruesos goterones. Como muchos otros metronautas, aguardó a la salida de la terminal mientras su camión esperaba turno en el paradero.
Vio cómo rebotaban las esferas de granizo sobre los toldos de los puestos callejeros. «Se los dije: ‘Esas esas nubes son de granizo, pero no me creyeron’, pero aquí está la prueba», escuchó decir al viejo que a su lado también esperaba y levantaba bolitas de hielo.
Othón alquiló aquella vivienda de vecindad cuando Emeria se fue y nunca más volvió, harta de que Othón regresará el sábado sin un centavo en la bolsa, pues el sueldo de chalán de albañilería se quedaba en «Los magueyes», pulcata estratégicamente ubicada a unos metros de la parada del camión.
–Ora vas a decirme que oootra vez te sonsacaron y que te quedaste en los pulques porque de ahí siempre sales con ofertas de trabajo… y ahí siempre entras a dejar lo de la raya… Y chíngome yo: a mantenerte lavando ropa ajena, ni que estuvieras tan chulo.
Othón, cabizbajo, escuchaba los reclamos y cuando amainaban iba y se tumbaba sobre el camastro; a los pocos minutos roncaba.
Un día despertó y Emeria no estaba su lado. La llamó sin obtener respuesta. Se acurrucó y siguió durmiendo hasta la media mañana. Asomó al pasillo de la vecindad: en la zona de lavaderos no había nadie. «Habrá ido a la tienda», pensó.
Volvió al cuartucho y se iba a recostar cuando advirtió que en los clavos donde Emeria colgaba sus vestidos no había nada. A pesar de la cruda, comprendió. No era la primera vez, pero fue la última.
Pese a todo, el sentido común le indicaba que debía pagar la mísera renta, porque la dueña era implacable: al menor retraso y por sus pistolas, abría la vivienda del moroso y con la ayuda de otros vecinos echaban a la calle las pertenencias del inquilino. Mejor ni buscarle.
Tomo las cubetas y las vació en el lavadero. Previsor, volvió a colocarlas porque los nubarrones ya asomaban en el horizonte.
–Aquí están las llaves del candado y no se olvide: el mantenimiento corre por su cuenta, y no se vale echarse pa’trás –recuerda que le dijo la de rentista.
«Cómo sí uno estuviera nadando en dinero», piensa y sacude el hule qué cubre parte de la cama, para que no se mojen las cobijas.
Calienta agua sobre la parrilla eléctrica y con ella enjuaga el frasco de café soluble, que apenas tiñe el líquido. «Cuando menos que me caliente tantito la barriga. Luego me subo a enchapopotar los agujeros de las láminas; mientras, el sol calienta».
Insiste en mirar la pared con los clavos vacíos. Siente un vacío en el estómago y el presentimiento de que en Emeria no volverá se le agudiza. Hace tres años decidieron compartir sus miserias. Ella mantuvo la esperanza: «Haré que deje el vicio, cómo de que no». Se impuso la letra de una vieja canción: Esperanza inútil/ flor de desconsuelo,/
por que me persigues/ en mi soledad…
El agua de la jarra comienza a hervir.