Jodorowsky

Castaneda, Jodorowsky y un acertijo

El cineasta iba acompañado de una despampanante rubia para que convenciera con sus encantos al escritor chamánico de rodar la cinta ‘Las enseñanzas de Don Juan’

Había un hombre muy querido en su pueblo porque contaba historias. El día que sus fantasías se le aparecieron en carne y hueso ya no pudo continuar. Alejandro Jodorowsky cerró el libro de Oscar Wilde con la mirada como bañada en LSD, lo colocó sobre el buró al lado de Las enseñanzas de Don Juan e Historia del Tarot, entre otros. La rubia que lo acompañaba sería la carnada perfecta para Carlos Castaneda, de quien se sabía era un mujeriego redomado, para que lo convenciera con sus encantos femeninos de rodar la tan ansiada película por la que la industria hollywoodense había ofrecido millones de dólares. Sin embargo, el antropólogo rechazó esa y otras jugosas ofertas por ser demasiado comerciales.

Él podría dirigir Las enseñanzas del Don Juan y conseguir que John Lennon lo patrocinara otra vez con Allan Kleyn como intermediario, pues le acababan de dar un millón de dólares para que filmara lo que quisiera y con eso rodó La montaña sagrada. Como Kleyn quería rodar ese bodrio pornográfico llamado La historia de O y por eso Alejandro había decidido escapar, harto de esperar a Allan en la recepción, por suerte ese día llevaba con él aquella especie de tesis que lo obsesionaba tanto y que había robado de la biblioteca de la UCLA, la universidad de cinematografía donde Jodorowsky había dado algunas conferencias hacía un par de días sobre el movimiento teatral Pánico. De repente pudo descifrar que los números de las notas que estaban escritas al pie de algunas páginas formaban un teléfono. Con la frente perlada por un sudor ansioso repasaba las páginas una y otra vez mientras un encantador Kleyn negociaba adentro de la oficina con un puñado de rapaces productores que invertirían un millón de dólares para filmar.

Tomó el primer vuelo a LA y en ese viaje recordó como cinta de celuloide pasando por su cabeza la imagen de aquel señor rollizo y de cabeza cuadrada, por el abultado y lacio pelambre más parecido a un mozo de hotelucho rural que a un antropólogo, un par de años atrás. El cineasta estaba almorzando en aquel restaurante con una rubia de esplendidos dotes, cuando como una aparición ese personaje se le presentó haciéndose llamar Carlos Castaneda. Habían quedado de verse para platicar al día siguiente, pero el escritor chamánico huyó con la güera despampanante y nunca supo más de su paradero.

Ya en Los Ángeles, el pánico se apoderó de él, pues Castaneda, el escritor chamánico, no era el que se le presentaba a la puerta de su habitación en aquel hotel, sino un asomo de desaliñado jipi adolescente que no se había bañado en días, con una raída mochila al hombro y una camisa amarillenta del cuello y axilas, con unos pantaloncillos gastados y ajustados como de punk setentero.

Apretando los ojos, el joven ladeó la cabeza y se rascó la despeinada cabeza mientras posaba la vista, confuso, en el dintel buscando, como en esos cómics, algún globo en el pensamiento del personaje que salía a recibirlo con la misma confusa mirada y pelaba los dientes incrédulo, hurgándose la nuca. Ambos se escudriñaron como perros pulgosos largo rato sin mediar palabra.

Jodorowsky
Alejandro Jodorowsky y el artista gráfico Frank Miller

—¡Tú no eres Castaneda! —pensó Jodorowsky—. Eres apenas un escuincle, un atisbo de jipi, pero cómo puedes tener tanto conocimiento para incluso llegar a corregir a Castaneda.

Entonces Jodorowsky recordó el día que visitó a André Breton en París y lo trató como un chamaco chiflado más que creía tener la respuesta divina del surrealismo. Entonces eso le conmovió el corazón y preguntó al joven:

—¿Traes yerba?

Por supuesto que traía hasta peyote.

—¿Me podría regresar el libro? —preguntó el joven con una torcida sonrisa

Alejandro le dio dinero por las drogas y enseguida le azotó la puerta en las narices.

—¡Y no me vuelvas a hacer perder el tiempo de esa manera, jovencito! —gritó el cineasta.

El muchacho le alcanzó a responder mientras bajaba las escaleras a toda prisa.

—¡Tú tampoco eres Castaneda!

Al parecer la confusión fue para ambos.

Ese impostor era ni más ni menos que un adolescente Jim Morrison que en ese entonces cursaba cinematografía en UCLA, donde estudió y se gestó el libro del indio chamánico Castaneda, del que también estaba obsesionado, como muchos otros. La tesis pertenecía a la biblioteca de la universidad donde a finales de ese verano trabajó Jim medio tiempo como auxiliar acomodando libros y recuperando los que no se entregaban a tiempo. Era un bosquejo del libro Las enseñanzas de Don Juan el que Jim devoró. El futuro Lizard King había escrito al pie de varias páginas anotaciones y correcciones demostrando a todas luces el significado del fuego chamánico.

El número de teléfono era el de un compañero del salón donde a veces se quedaba en el sillón el futuro cantante para ver si el escritor lograba descifrarlo y contactarlo. Por supuesto, Alejandro consultó ese libro tomando como una señal divina de causalidades chamánicas el acertijo. Estaba seguro de que quien había escrito esas notas con tiza a pie de las páginas era el mismísimo Castaneda, como una forma de corregir el manuscrito que se convirtió dos años más tarde en un éxito con millones de copias vendidas en todo el mundo e influyendo a George Lukacs para la Guerrra de las galaxias y al mismo Jodorowsky para su filme El Topo. Por tanto, decidió marcar al teléfono para encontrarse con el vaporoso e ilocalizable escritor.

Jodorowsky
Ilustración: Manjarrez
***

Decepcionado en esa lujosa habitación de hotel comenzó a tirar las cartas del Tarot sin sentido, pero lo sobresaltó una estruendorosa ventosidad que esa carnada de melena rubia se tiraba, durmiendo a pierna suelta a su lado. Él extendió la mano agarrándole el espléndido culo que se le mostraba a través de la sabana; se topó con un ano lleno de finísimas arrugas y se dio cuenta de que así como se podían leer las líneas de la mano, las otras tenían más significados. Ella gimió un poco. El sonrió con malicia imaginándose la cara que debió de haber puesto Kleyn al salir de la oficina de los productores con el anticipo del dinero para entregárselo y no encontrar a nadie.

Por supuesto, Allan se convirtió en el monstruo de las peores pesadillas para Alejandro, congelando El Topo, la obra maestra de Jodorowsky y cuyos derechos ahora le pertenecían a Lennon junto con su Juana Matus, como le llamaba el beatle a Yoko Ono, quienes verían repetidas veces con morbosa obsesión ese filme cuando se exhibió en Nueva York. La montaña sagrada tambien les pertenecía. Ahora Kleyn era ese trago amargo de la Ayahuasca que agriaba la boca de la creatividad jodorowskiana privándolo del sagrado alucín que acompañaba ese ritual, dejando sólo ese sabor amargo. Alejandro no dormía planeando cómo vengarse de aquel productor pirruris.

La carta del tarot cayó afilada, rotunda, ajándole el vientre, desparramando sus entrañas sobre un sueño húmedo. El LSD le ardía en la incendiada orilla de la tarde con el aplastante sol del desierto entre sus manos. Jodorowsky estaba vestido completamente de negro, como en El Topo, y comenzó a derretirse como cinta de celuloide entre las llamas, desparramándose en la ardiente arena, dejando que ese océano oscuro del inconsciente tomara las riendas deslizándose por el desierto como una escurridiza serpiente negra en busca de respuestas y despertares tipo Jesús, tipo Buda, cegado ante los intuitivos significados del Tarot y la lectura del culo de la rubia. Casi siempre sus sueños y sus pensamientos eran alucinaciones danzando con la realidad que incendiaban todo a su alrededor.

Ya habían pasado varios años desde aquel día y Jodorowsky había arreglado las cosas con Kleyn y su película se pudo exhibir en Cannes y otros festivales de cine a escala mundial. Estrenaba su más reciente producción ese 2014, después de varias décadas sin poder filmar, pero esta vez al toparse con ese viejo amigo en su habitación, el libro Las enseñanzas de Don Juan, llamó a una vieja amiga, la chamana Pachita, quien preparó todo con incienso y cascabeles para una especie de ceremonia e invocó a una acompañante que serviría nuevamente de carnada espiritual para Castaneda.

Aparecería lívida sobre las sábanas de seda de la desordenada cama y convocó del más allá al escritor del indio navajo, el que apareció muy sonriente como ectoplasma a través de la boca de una vela que sostenía el cineasta y sucedió lo que nadie podría imaginar jamás: en improvisada pantomima, el artista chileno le mentó la madre a un sonriente Castaneda.Jodorowsky

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