Serie Serafo Emiliano Pérez Cruz

Clases de manejo

Lo cierto es que Serafo no tenía alma de instructor: repartía coscorrones a la menor provocación e intervenía para pisar el clutch, el freno o el acelerador

Vagaban por el llano volando papalotes o pateando un balón duro, de plástico endeble que una incipiente empresa refresquera obsequiaba a los menesterosos hijos de campesinos venidos del campo, que comenzaban a poblar las orillas del asfalto: en no pocas ocasiones la pelota quedaba incrustada en el pie de quien la pateara. Entraban corriendo a casa y con cinta de aislar la remendaban para reiniciar el encuentro futbolero.

Desde esa vagancia los chamacos veían cómo Serafo, al volante del camión ferretero, abandonaba la Calle 7, hoy Periférico Oriente en su colindancia con Nezayork, la ciudad del rock, y se internaba en el polvoriento llano alzando la enorme nube que no perseguía hasta donde frenaba ruidosamente.

El enjambre de chiquillos, camaradas de sus hijos, se olvidaban del juego y corrían a su encuentro para que los trepara al camión; a los retoños —por turnos— les permitía conducirlo sentados en sus piernas, mientras sus compinches de travesuras y de juegos brincoteaban peligrosamente sobre la enorme plataforma del vehículo.

serafo
Foto: Xinhua

—No volanteyes, agárralo firme y mirando al frente, no te distraigas: aguas con esa piedronona, tienes mucho llano para donde ir; acelera, pero suavecito, suavecito… Acuérdate: tienes clutch, freno, acelerador… Suavecito, te estoy diciendo, chingüetes…

No era su intención que se convirtieran en choferes, pero sí que aprendieran a conducir un vehículo, aunque no fuera como el que él manejaba, capaz de soportar 12 toneladas de fierro, tuberías, perfiles tubulares, todo lo relacionado con la ferretería…

—Ya cuando sean profesionistas y se compren un coche, sabrán todo lo que deban saber acerca de la manejada, y también algo de mecánica, por si tienen problemas con el motor. A todo hay que saberle, aunque sea un poco, para que no les vean la cara de petontos cuando lo lleven a reparar, o ustedes mismos lo arreglan: claro que sí.

Sus ayudantes, los macheteros encargados de cargar y descargar el material, preferían que los dejara en la pulquería del barrio llamada «Aquí me quedo», comer el plato de frijoles con epazote y el chicharrón en salsa verde que daban de botana, y claro: tomarse un litro del Néctar de los Dioses al que faltaba un grado paa ser carne, mientras el jefe enseñaba a sus retoños los principios de la «manejada».

Cierto que Serafo no tenía alma de instructor: repartía coscorrones a la menor provocación e intervenía para pisar el clutch, el freno o el acelerador, sin importarle el pie infantil que estuviera debajo de sus toscas botas con casquillo de acero.

—Eso, mi Ricachá: así mero, usté y el Alfre sí le inteligen, no como ese su carnal suyo que no le pone ganas pa’ aprender y ya no batallar cuando se haga de su carro, pus qué carachos…

La clase se suspendía cuando Tere, su esposa, pegaba el grito al cielo del llano:

—Ya está servida la comida, viejo: vengan a comer o se enfrían las tortillas. Tráete a esos escuincles pa’ que se sienten de una vez, que esto no es fonda como pa’ que lleguen a la hora que se les antoje…

—Órale, recabrestitos: a lavarse las manos y a limpiarse la cara, antes que la patrona se nos ponga brava; miren nomás como traen la cara: con tanto polvo parecen pambazos… Si mañana me mandan con entregos por este rumbo, les doy otra clasesita. Y aunque no se compren un coche: nunca es por demás tener conocencia de más cosas, pus qué chingüetes…

serafo
Foto: Xinhua
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