David Bowie,

Byron y Bowie: invitación al viaje

Esta es la historia de un hombre, de un Duque blanco que cayó a la tierra de un desterrado Lord

El cielo se puso rojo y bramó dejando ver, entre las cargadas nubes, una fluorescente garganta y de sus fauces un tubo de ectoplasma estelar por el que descendía entre la tormenta un ser con aspecto de vampiro, su piel más blanca que la de un Duque. La intensa lluvia atizaba su mirada azul, por un lado dilatada y alucinada, que te hacía caer en un inexpugnable abismo, pero también inhumana, sin emoción, como el mármol de una tumba que jamás se inmuta ni ante la salpicadura carmesí de las rosas.

Esta es la historia de un hombre, de un Duque blanco que cayó a la tierra de un desterrado Lord.

En la primera parte de su gran y épico poema, el Bardo anda en busca de un héroe verdadero, Don Juan, pero ya antes se había topado con uno y no su primer alter ego, Childe Harold, sino el que cayó a la tierra, el héroe que lo fue por un solo día.

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La fecha en que descendió desde un torrencial cielo en Newatead, en la gótica y ruinosa Abadía que George había heredado de su tío abuelo, un Lord asesinado, el joven poeta se encontraba retozando a su vez con tres pálidas ninfas, atrapado entre sus brazos y piernas, su lívida y dolorida mirada semejaba la de una fiera que se ha clavado una astilla, tan punzante como la sociedad que agonizaba por el lacerante paso de tantas batallas y que, además, no lograba comprender sus vehementes pasiones. Le hacía aullar sombrías y violentas coplas a él, el apolíneo romántico al que se atribuían todos los vicios, sin excluir los más monstruosos, pues gozaba de los placeres como un disoluto vampiro alimentándose de azuladas venas brotando de esa turgente y pálida carne.

David Bowie, un poco Dios alienígena, un poco vampiro, tocó a las puertas del terroso castillo. Lord Byron gritó desde los mullidos sillones de piel de león y cebra, tan desgastados como sus vicios; con un gruñido se levantó haciendo a un lado piernas y brazos de sus jóvenes daifas y se dirigió a la inmensa y errabunda puerta, donde vio la imagen de un pálido y desnudo hombre que venía del espacio. Desconcertado, se remojó los labios al tocar su delgado torso:

—¿Quién osa interrumpir mi festín?

—Esta noche soy Aladdin Sane —dijo el Duque con los labios trémulos y morados por el frío—, vengo de otros mundos y…

—Shhh! —le puso un dedo en la boca el poeta—. Los dioses te han enviado para mí con algún mensaje divino y creo que eres el candidato perfecto —dijo mientras se echaba la alborotada melena hacia atrás y le alcanzaba un abrigo para que se secara.

—¡Ven! Que no se diga que no tengo buenos modales.

Lo sedujo hacia las musas, que lo recibieron con curiosidad y con las bocas húmedas. Le ofreció un trago de Ginebra mientras apretaba las mórbidas carnes de sus sensuales compañías. «No tengo más remedio que amarlas», comentó, mientras el fuego crepitaba en la chimenea en pequeñas chispas que se ahogaban en las llamas, reflejando sus sombras agigantadas en la pared, en un espectáculo de sátiros con ninfas.

Si recordamos, no era la primera vez que el Duque blanco se unía a una bacanal semejante, ya tenía bastante experiencia en estos agasajos, por lo que sellaron el encuentro con un buen y húmedo beso, y se pusieron manos a la obra. Las tres mujeres salieron sobrando, porque de repente se levantaron, tomaron unas libras de un montón de dinero y se largaron azotando la inmensa puerta. La lluvia ya había amainado y la Luna llena iluminaba los ondulantes perfiles que se alejaban por el húmedo camino.

Al día siguiente regresó la esposa con su hija Ada de pasar el fin de semana en casa de su madre. Al subir las escaleras y entrar en la espaciosa habitación, se encontró con un espectáculo similar al de Angie en la residencia de los Jagger. También en esos casos ya tenía experiencia nuestro visitante del espacio.

—¡Esto ya es el colmo, Gordon! —dijo una descontrolada Isabella–. ¡Me largo!

Y así sucedió. La mujer no aguantó más el insaciable apetito endemoniado de su esposo, que se ganaba su libertad una vez más. Para Lord Byron, el mundo era un asco en el escenario de su propia vida. La esposa no lo comprendía. Ahí es cuando decidió partir, pues su país, Inglaterra, tampoco lo entendía. Surcaría los mares a bordo de su bote Hércules.

—Te nombro capitán de mi barco —dijo Byron, apuntando con un arma a un entusiasmado David Bowie, al que se le vino a la mente la imagen del Major Tom al oír tan distinguida invitación. El Duque blanco podría ser algo así como Alfred para Batman, o un poco más íntimo. Digamos, su andrógina musa.

El mar esmeralda se encontraba en calma cuando zarparon, hicieron una parada de rigor a una casa de tiernas daifas y se llevaron a tres. Unas botellas del mejor Ginebra de Newatead y muchas hojas del mejor papel y tinta para escribir mientras llevaban su genio vagabundo por orillas de hambrientos precipicios marítimos.

Así nuestros heróes partieron a bordo del Hércules y con una prófetica serpiente enroscada en sus corazones navegaron por oscuras sendas. Brindando de un amarillento cráneo en forma de copa, que perteneció a una antigua amante, la bebida escurría de sus comisuras como besos muertos. El cielo estrellado era un lienzo al que se le clavaba una luna de sangre dibujando en la lejanía un navío que parecía arder, mientras este par de lívidos personajes canturreaba algunas coplas.

Al Lord le duró muy poco el gusto de su capitán en turno, que decidió marcharse con una linda sirena que tenía pintado un rayo de algas en el ojo izquierdo.

—Todos podemos ser héroes, aunque sea por un solo día.

David Bowie,

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