Reflexiones reclusas

Escribo estas palabras tras pasar meses encerrado, no porque haya infringido ley alguna sino por la pandemia que tiene a medio mundo en arresto domiciliario.
Reclusorio Norte

Aquél era un domingo, pasado el mediodía, veníamos un poco borrachos y andábamos bastante perdidos. La cita era en el Reclusorio Norte, cuya ubicación me preciaba yo de conocer, y no bien paré el coche ante la entrada resultó que estábamos en la cárcel de Barrientos: once inciertos kilómetros al oeste de nuestro destino. Para cuando llegamos al afamado Reno eran casi las tres de la tarde y los organizadores se arrancaban los pelos porque habían programado un concierto de los Caifanes a la una y media y yo traía al cantante de copiloto, entre no pocas latas de cerveza recién vacías. Poco rato más tarde, desde el patio repleto de presos exultantes, vi a mi amigo Saúl arrimarse al micrófono y ofrecer a su público una más bien dudosa bienvenida:

–¡Qué bueno que están aquí! –sentenció el de la voz, para pronta extrañeza de los otros músicos, que apenas atinaron a mirarse unos a otros, acaso sin saber si reír o llorar.

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Ilustración: Rapé

Escribo estas palabras tras pasar nueve meses encerrado, no porque haya infringido ley alguna sino por la pandemia que tiene a medio mundo en riguroso arresto domiciliario. Y no es que lo celebre ni me congratule, pero tampoco está de más reconocerlo: qué bueno que estamos aquí. Como los inquilinos del reclusorio, preferiría uno estar en otra parte –casi diría que en cualquier otra parte– y sin embargo a todos nos conviene que no dé el menor paso más allá del encierro, y si fuera posible me abstenga de pensar en ese más allá donde nadie me espera, al menos por ahora.

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Abundan quienes sufren por esta situación hasta el límite de sus posibilidades, ya sabemos que entre los compasivos son mayoría los autocompasivos, pero tal es un lujo demasiado costoso para quien se conforma con ser un reo ejemplar: de esos que pareciera que están allí por gusto y apenas si se ocupan en mirar a través de las rejas. Sabe uno cuándo fue a dar a chirona, nunca cuándo saldrá; el negocio, si hay tal, está aquí dentro. Lo demás, como dice mi cónyuge y ahora correclusa, es terreno tapiado.

No faltan en la cárcel los mentados programas de reinserción social, donde el interno aprende un cierto oficio que en teoría le permitirá regresar a las calles convertido en persona de provecho. Mientras eso sucede, si es que algún día sucede, la práctica permite cuando menos que el interno se abstenga de enloquecer. Por lo pronto, ya me he enseñado a soldar circuitos electrónicos y tengo un par de llagas en los dedos que así lo certifican, pero si de cordura se tratara nada me ha hecho mejor que los Conciertos para Brandemburgo. Lo dice claramente mi servicio de streaming musical: lo que más escuché en 2020 fueron esas seis piezas jubilosas, una detrás de la otra y sin parar, cual si el mundo cupiera todo en ellas. Terapia inmejorable contra incertidumbre, tedio, desazón y otros monstruos no menos corpulentos, verdugos habituales de los confinados.

¿Qué más puedo decir, Johann Sebastian Bach? Pues lo mismo, qué bueno que estás aquí.

Borrachos y perdidos por el Reclusorio Norte

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