Conversaciones silentes
Conmigo y con mis muertos. Esas son las tertulias frecuentes que entablo sin palabras, las más significativas y profundas. Las que no buscan agradar ni convencer, las que aparecen cuando el silencio se instala, las que emergen en medio del silencio.
Sin emitir palabras hablo de todo: del día a día, de oportunidades y retos que aparecen, de estelas de pasado, de guiños que no entiendo, de lo que trato de hacer verdad, pero aún no encuentro.
Hablo de obsesiones y recuerdos, de solecitos perdidos en días pardos, de cómo se transforman prioridades y de la metamorfosis de vida. ¿Alguna vez solé esto que tengo? Tal vez, como muchos, me rehúse a atisbar el futuro y hoy me encuentro en una realidad no imaginada pero que realmente me gusta.
No es esplendor, no se parece a ningún paradigma de éxito, glamur o validación social. Sólo soy yo. Yo y una misión portentosa de la que nunca hablo, porque como todos, estoy aquí por un objetivo trascendental que no nombro. Está en la memoria, en la criba de lo que percibo, amarrado a las emociones y al lazo espiritual que parece unir todas mis tareas cotidianas.
Vivo en un país de altos contrastes donde la esperanza no está vencida, por más ruindad que se documente. Es un lugar con historia, tierra en la que la familia es certeza.
Hoy la mayoría de mi familia vive en el cielo, en ese no lugar en el que la corporeidad ya no existe, sólo una luz benigna y blanca. Sin embargo, a mis padres logro verlos cuando cierro los ojos. Bajo los párpados observo nítidos sus rostros, su voz no se olvida. No. Nunca.
Por eso hablo con ellos. De todo. De nada. Como cuando estaban aquí. Ellos son guía, consuelo, felicidad, todo. Siempre lo fueron. Siempre serán todo.
Me responden preguntas, me dan consejos. No necesito la noche ni el sueño para hablar con ellos. Sólo comienzo a platicar de manera silente. Las respuestas son inmediatas, los nortes aparecen. Mis padres son guías.
Cuando oro, le doy gracias a Dios que él existe, por los padres que me dio, por la vida que hoy tengo.
A veces, más de las que quisiera, pienso en mi familia en el cielo: mi bisabuela, mis abuelitos, tíos y primos. A ellos no les hablo. Sólo los recuerdo. A mis papás si los nombro un día si y el otro también.
Ellos, los seres amados que ya están en el cielo, responden con recuerdos, emociones, coincidencias felices o milagros. También con su propia voz. Al principio, para escucharlos se debe poner la mano sobre el corazón. Después ya no es necesario, se vuelve un diálogo normal en el que su propia voz, expresiones y sabiduría llegan a esta realidad tridimensional.
Hace unos días, cuando sentí la presión social de ir acompañada de alguien, escuché nítida la voz de mi mamá:
—Tú eres suficiente.
Mi soltería entonces no fue distopía, sino un rasgo más de la unicidad que poseemos todos.
Viene día de muertos. Pongo en el altar como promesa a mi abuelita, pero en realidad ellos están aquí conmigo. Siempre, momento a momento.
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Fotografía: @Amargus00 https://t.co/2KnNodBzX5— Fusilerías (@fusilerias) October 29, 2025
