El boom latinoamericano está en boga. Ha llegado al Barrio Sarrià en Barcelona, donde convivían portal con portal los escritores Mario Vargas Llosa, en el número 6, y Gabriel García Márquez enfrente, en el 50 de la calle Osi. El primero ya había escrito su célebre La casa verde, recibiendo reconocimientos en varias partes del mundo y gustaba de relaciones un tanto incestuosas: su prima Patricia Llosa era su esposa.
Gabo venía de escribir Cien años de soledad con su método de encerrarse un año con un mes, ni más ni menos, sólo a escribir sin interrupciones una pila de ideas vertidas en papel de prestado y comiendo y fumando 40 cigarrillos diarios, también de fiado, gracias a los encantos de Mercedes Barcha, su mujer, ojo, y no me refiero a favores sexuales, sino a que la señora era encantadora y creía ciegamente en el futuro Nobel.
Una vez en España su método de escritura cambió un poco.
Ambas familias, los Llosa y los Gabo, llegaron a España en medio de las dictaduras latinoamericanas gracias a la editora en común y casi madre de ambos, Carmen Balcells, en 1973, quien se encargaba de forma prosaica, como dijo Vargas Llosa en cierta ocasión, de pagar todas las facturas de ambas familias mientras ellos se dedicaran a escribir.
Desde tempranito se reunían para desayunar comentando juntos las noticias de Le Monde entre arrumacos y piojitos, y ya entrada la tarde daban interminables paseos estivales acompañados por el cántico un tanto poético y a ocho columnas del ruiseñor barcelonés que narraba la crónica del sátrapa de Franco en sus últimos días de un gobierno tiránico, contemplado por esas bellas postales arquitectónicas de Gaudí. Comenzaba a oscurecer y era hora de los güisquis para refrescar esas gargantas aventureras en el bar Tomás, entre caracoles y tarantos.
En julio de 1974, con motivo de la despedida de los Llosa se celebraba una gran fiesta en casa de Balcells. La relación de los Llosa iba mal, ya que Mario andaba metido en un affair entre valsecitos peruanos con una encantadora modelo, la música sonaba alto y Julio Cortázar, quien lucía una rojiza barba, se animó a bailar con Ugne ante la mirada divertida de Mamá Grande, como le decían a la editora, entonces arrebujada entre los cojines en un diván mientras daba besitos a un coctel que sostenía en la mano. Ya los güisquitos habían puesto un tanto divertidos a los invitados. Carlos Fuentes, un excelente bailarín, se descosió con sus mejores pasos esa noche mientras le enseñaba un par a Mercedes; los Donoso aplaudían animando el bailongo junto a Jorge Edwards y Muñoz Suay.
Gabo, un tanto romanticón por los tragos, quería hacerle de chivo los tamales a Mario con Patricia. Entre sus mejores pasos de merengue tropical traía por la cintura a la aludida ante la mirada y carcajadas del peruano, quien a su vez bailaba con la Gaba, y pues si las relaciones de su querido amigo eran tan incestuosas, ¿por qué él, que ya era como de la familia, no podía serlo con la prima… que digo prima, hermana Patricia?, por lo que le insinuó con una mirada coqueta y sonrisa de oreja a oreja vengarse de Vargas Llosa, lavando su honor zambulléndose en la cama con él.
Al siguiente día de la fastuosa fiesta, los Llosa regresaron en barco a su natal Perú y el sentimental Mario cayó flechado por una hermosa azafata, por la que dejó a su familia y se fue a vivir a Estocolmo. Patricia Llosa se refugió como en un paño de lágrimas con Gabo, con quien hablaba constantemente y con el que ahora sí tendría un encuentro del tercer tipo. Las cosas no funcionaron con la azafata y Mario regresó con Patricia, quien le platicó lo sucedido con Gabo para desquitarse un poquito. Tuvo que pasar un año en que ambos autores no se verían, hasta aquel día de la célebre rebatiña en México.
Los sobrevivientes de los Andes fueron testigos en un ya no tan frío invierno de 1976 del tremendo puñetazo propinado por Vargas Llosa a Gabo en el ojo izquierdo. Mercedes cruzó a toda velocidad de popa a proa el Palacio de Bellas Artes y entró en el Hamburguer Heaven, que estaba del otro lado de la calle, del que salió en segundos con una chuleta fresca y se la aplicó en la cara a su esposo ante el asombro de Elena Poniatowska, a la que dijo de paso: “Hay que ser prácticos, Elenita”.
Como magistral acto de magia, la pareja García Márquez desapareció de la escena en un vocho rojo que conducía Álvaro Mutis, quien hizo ídem del incidente.
Con ese recto de derecha, el boom latinoamericano tomó dos vertientes, una centroderechista y otra izquierdo-castrista.
―Pero bien que lo puse en su lugar a ese macho peruano ―decía Mercedes a José Donoso, que venía de copiloto.
―Pero, ¿qué le hiciste, mujer? ―preguntó Gabo, reacomodándose la chuleta en el ojo maltratado.
―Le dije que era un macho peruano ―contestó satisfecha.
Mutis conducía taciturno a toda velocidad por Eje Central, dobló a la izquierda en avenida Reforma, después de una parada por cigarrillos siguió recto por Periférico hasta el Pedregal, donde estaba la confortable residencia del autor de El amor en tiempos del cólera.
―Mira que darme un puñetazo en público, yo que me apanico con el ridículo a las primeras de cambio, sólo por apoyar a la pobre y cornuda de Patricia ―comentó Gabo tocándose el ojo tímidamente.
Entraron en un establecimiento y tomaron helados. Gabo no pudo evitar comentarle al tendero la situación ―“mi mejor amigo me ha dejado su marca” ― y con el meñique señalaba el ojo moro. Su esposa le hizo un respingo mientras caminaban en dirección a la casa y una vez en el portal, Mutis ahora sí habló y se despidió. Donoso se encogió de hombros y se fue detrás del colombiano.
Mercedes miró a Gabo en forma de puñetazo, ahora hacia el ojo derecho, y disparó:
―¿No te acostaste con Patricia, verdad?
―¡Cómo crees, mujer! ―respondió Gabo, mientras servía del bar un par de güisquis en las rocas. Caminó como una especie de chimpancé y echándose en el sillón le extendió un vaso a ella, mientras encendía el televisor con un control remoto del tamaño de un ladrillo.
Se estaba transmitiendo un concierto de Béla Bartók interpretado por la orquesta belga dirigida por Irwin Hoffman.
―El “Scherzo BB 25” ―resonaron las palabras en la caja craneal de Gabo.
Mercedes checó el ojo de su marido y al inclinarse se le mostraron los pechos por la delgada y escotada blusa. Él la tomó por la cintura y bailaron un valsecito con esa sonata mientras el bistec caía al piso y era devorado por el siamés de la pareja. De Bartók pasaron al tocadiscos con algunos ballenatos y uno que otro bolero que bailaron pegaditos, como dos empedernidos tórtolos. Mercedes sintió detrás del hombro izquierdo la humedad de las lágrimas de un amigo que perdía a otro amigo. Bailaron dos calmaditas más con Gabo aferrado a ella como a una balsa a la deriva de un cáustico bolero, llorándole en el hombro; después decidieron irse a la cama y el Nobel siguió llorando un cuarto de hora más.
Al amanecer Mercedes le llevó el desayuno y le leyó las tiras cómicas del periódico para animarlo. Ya fresco como una lechuga, él decidió llamar a su amigo Rodrigo Moya, fotógrafo colombiano, a quien pidió retratarlo con el ojo moro, muy sonriente. Las fotos y los negativos permanecieron guardados en un cajón durante 30 años hasta que en marzo de 2007 se publicaron en La Jornada.
García Márquez ganó el Premio Nobel en 1982 y Mario Vargas Llosa en 2010. El boom latinoamericano, que hasta entonces había permanecido dividido en una izquierda recalcitrante y en una derecha gangrenada, ahora obtenía un empate por la vía del cloroformo. Y es que los intelectuales entenderán mucho de letras, pero muy poco de hacer política, y como decía Ortega y Gasset, si no haces política, igual se hará y posiblemente en vuestra contra.
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