Mónica Lavín enfrentó la hospitalización y muertes contiguas de su padre y de su madre en el lapso de un año de diferencia entre una y otra, doble duelo antes de la pandemia para la escritora, que lo sublimó quizás en su libro más íntimo y personal, Últimos días de mis padres (Planeta, 2022), una novela sobre la memoria, el amor, la ausencia, la sobrevivencia, el egoísmo y también sobre el arte de la narración.
El libro (casi homónimo al del suizo Joël Dicker, Los últimos días de nuestros padres), más que en el deceso de los padres de la protagonista y su hermana, ninguno de los cuales tiene nombre, se enfoca en el fondo en una historia de amor montada sobre un complejo escenario con la migración, las relaciones filiales y la intimidad revelada desde una voz narrativa en primera persona.
Lavín (Ciudad de México, 1955), ganadora de premios como el Nacional de Literatura Gilberto Owen, por Ruby Tuesday no ha muerto, el Bellas Artes de Narrativa Colima, por Café Cortado, y el Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska, por Yo, la peor, además de autora de una de las más suculentas crónicas de viaje y gastronómicas mexicanas, Despertar los apetitos, conversa en entrevista sobre su más reciente obra, en plática que coincide por azar con el aniversario luctuoso de su madre.
—Antes que nada, mi pésame por la pérdida de su padres, de la cual nos enteramos por su libro.
—Justo hoy (13 de junio) es la fecha en que murió mi madre. Qué cosas. Me llama la atención que, en junio, como si lo hubiera planeado, sale también este libro. Mucha coincidencia, porque yo sí pienso en el sentido ritual de la escritura. Te estoy diciendo cosas que ni me estás preguntando, pero como me diste el pésame y eres el único que lo ha hecho, me llama la atención y lo agradezco.
—He leído en artículos que llaman sin distinción novela, ficción… a Últimos días de mis padres. No quiero dejar pasar la oportunidad de preguntar a la autora ¿qué es?—Es una pregunta que yo misma me hice desde que quise emprender esta escritura. Lo observo así: está basado en una experiencia personal. Quizás si viviéramos en otro país, le llamaríamos memoirs, memorias, pero sí es un género que no se usa, es curioso. Tanto las biografías como las memorias no tienen mucho eco lector y, por tanto, tampoco en el mundo editorial. O viceversa. Yo no sé qué es primero. Siempre me lo pregunto alrededor del cuento: ¿por qué no hay mucho interés por el cuento? Por que no hay mucho interés de los editores, etcétera. Pero es novela en el sentido de tener que dar una estructura, idear una forma de contar, en donde se organiza la memoria, incluso; en donde las personas en las cuales está basada de alguna manera se vuelven personajes, porque no es una exploración exhaustiva, ni biográfica ni autobiográfica, sino que es la que compete para lo que quieres contar.
“Eso hace que haya una vocación novelística, en el sentido de organización del texto, de participación en él ya no. La voz narrativa que viene del yo, nunca digo que soy Mónica, tampoco me nombro ni los nombro a los personajes; en ese sentido hago una especie de pacto entre la autobiografía y la ficción, en la que podría ser yo o podría no ser yo. Me imagino que el lector de otra época quizás ni siquiera le importe si el autor y la voz narrativa son el mismo en el sentido autobiográfico. También creo que la memoria es la invención de la memoria. Pero, sí puedo decirte que en este caso es lo que he escrito más apegado a mi experiencia personal; es decir, a la evocación que yo hago, a lo que decido contar o no y con la intensidad que decido contarlo, eso lo mete en el sentido de la ficción, porque la propia decisión de organización y de selección de lo contado, en un hilo narrativo que yo decido que sean los días de hospital, lo mete en el campo de la novela, de la ficción”.
Frente a la pena de la ausencia, en «Últimos días de mis padres» queda el recuerdo de lo vivido, el aprendizaje de un camino recorrido y, por último, la literatura como una forma de celebrar la vida. ¡Un gran libro el de @mlavinm! pic.twitter.com/YSQavc5tju
— Planeta de Libros México (@PlanetaLibrosMx) May 26, 2022
—¿En qué momento para usted la experiencia personal salta a la literatura? ¿En qué momento decide que lo experimentado, lo vivido, lo compartido puede ser literatura?
—Es una buenísima pregunta. Creo que en el momento mismo que tienes una distancia temporal, que te permite no nada más estar transmitiendo la inmediatez de los sucesos sino una organización que ya lo coloca en el terreno de la elaboración del texto literario, en donde me veía a mí misma en tres planos de tiempo, porque también es un texto sobre la escritura misma. Entonces, hay un presente desde el que se escribe: Yo, la protagonista, está escribiendo. Y hay una memoria de lo cercano, que son los días de hospital, y hay una memoria, con episodios de otros momentos de la vida que ocurren o concurren por un llamado asociativo. Porque para mí fue muy interesante la forma de escritura, la manera en que mi organización original, que era “voy a contar los últimos días”, es decir, me voy a ceñir a esos días convulsos de hospital, caóticos, como es propio de esto que me preguntas.
“Un texto literario lo que lo mueve es la organización del caos, ordenar el caos, porque el espíritu fundamental es el de la comprensión de la condición humana, y en ese espíritu de comprensión, organizar el caos, darle una forma a la memoria y a esos días y a una memoria de una vida en familia, o alrededor de mis padres, o los padres de la protagonista, ya lo vuelven un material literario. Ya no es mi nota del diario, lo que apunté los días en el hospital (si es que pude apuntar algo eran pequeñas viñetas catárticas). Y esto no es una catársis, a mí me mueve el espíritu de comprender cómo fue el borde entre la vida y la muerte, qué es la ausencia, qué es la orfandad, quiénes eran mis padres. Que finalmente el tratamiento ya no es de los padres míos o los de la autora o de la protagonista, sino de los personajes, con sus claroscuros. Porque, además, toda escritura supone una elección de qué cuento y qué no cuento, no hay una revisión exhaustiva, sino una selección, una edición, porque la versión novelada siempre es una versión, siempre la novela es una versión editada de la vida, no tiene todas las minucias que componen el tránsito por la vida, o de la vida a la muerte, incluso”.
—¿Cómo lidió con una historia en la que desde el primer momento ya sabemos el final? ¿Cómo se planteó el dilema de mantener al lector atento hasta la última línea cuando ya desde el título está el desenlace? Si la verosimilitud, puede ser un reto, usted asume un desafío más fuerte.
—Es que no importa saber los finales, sino cómo ocurrió. Ya sabemos, tanto la autora como el lector, porque ya lo está planteando desde el título, que los padres mueren. Creo que es el cómo de esa relación con la muerte, cómo va a ir ocurriendo, lo que importa. Ahí la complicidad que pido al lector, es mucho más cercana que con otros libros, porque estoy diciendo desde las primeras líneas que ya murieron, nada más no quiero que se me olvide todo, no quiero, quiero tratar de entender qué es ser hija, no importa cuántos años tenga, sin mis padres, qué eran mis padres. Quizás desnudarme de la sorpresa final me colocaba frente a la escritura en la incertidumbre, de qué iba a ir explorando yo, qué me iba a devolver estar en los últimos días de mis padres, porque así como me devolvía el dolor de volverlos a ver morir, también me devolvía el otro lado de la moneda: quiénes eran ellos para mí, cómo eran sus vidas.
“De manera que necesito escribirlo sobre todo para recuperar la parte viva, que significa: yo me relaciono con ellos no porque estén muertos, sino porque estuvieron vivos, porque había algo significativo en los lazos que fuimos tejiendo a lo largo del tiempo y en la comprensión última de su imperfección y de mi imperfección; incluso del amor que les tuve. Siempre todo está lleno de estos claroscuros, que es el sentido exploratorio. Y, bueno, finalmente, algo que yo no sabía pero no podemos decir al lector que no conoce el libro, que es también una historia de amor. Es decir: tus padres en algún momento se aman, de manera que tú existes, por lo menos esa es mi historia. Quizás no todo hijo es producto del amor, pero mi historia lo es, y de la migración y del azar y del encuentro. Y la escritura también es un punto de encuentro. Y entonces resulta que casi rozo el origen de su momento”.
—A mí me dio la impresión, ahora que menciona lo ritual en su narrativa, que usted nos estaba convocando a todos con su libro al sepelio tardío, para contarnos ahí la historia de sus padres.
—Es muy bonito lo que dices. Sí, fíjate. Ahora que ya está el libro publicado y que los lectores me devuelven con sus preguntas intenciones que yo no tenía, pero que están ocurriendo. El día de la presentación, una prima se levantó y dijo que cuando murió su padre –que es un tío mío, que era mi padrino y que murió cuando era adolescente–, ella no entendía por qué no todo el mundo estaba triste como ella; es decir, por qué la vida seguía, por qué había indiferencia. Entonces, eso me hizo pensar que quizás, como tú dices, yo escribí este libro para que, por un momento, todos me acompañen. Y se acompañen, seguramente, en sus relaciones con sus padres vivos o ausentes, o con su calidad de relación que tuvieron. Pero esa no era una intención mía. Ahora entiendo, ya ves que Gabriel García Márquez decía que escribía para que lo quisieran, a lo mejor yo también escribí este libro para eso.
—El libro habla de aspectos de sus padres que no conocía, que fue descubriendo. En un mundo en que la privacidad se volvió pública y lo público casi, casi obsceno. ¿Qué dificultad implicó renunciar a su privacidad, a la de sus padres para escribir y compartir esas historias?
—Mientras estaba en el pacto íntimo de la escritura, o sea: yo y el texto, yo y la memoria, yo y la organización –cada novela, cada escrito pide un pacto distinto, siempre estás a solas con ellos–, en el caso de este libro, yo no conté a nadie más que a mis editores lo que estaba escribiendo; es decir, me pertenecía a mí, en soledad total. Sabía que era una escritura que tenía mucho riesgo, porque era íntima. Luego pensé en la imagen de sor Juana, ahora que es público –siempre la escritura va de la intimidad al acto público–, pensé en ese corazón, cuando ella dice que pone el corazón sangrante entre sus manos. Y pienso que de alguna manera hice eso. Nunca negocié con qué iba a pasar en el exterior, nunca me puse en la postura del lector que podría ser incluso alguien de mi familia, alguien que no me conoce, alguien que los conoció a ellos, alguien que creía conocerme y aquí va a ver otras partes mías, nunca me puse a pensar en cómo va a ser tomado este texto. Me exigía como una entrega desde el adentro. Además fue escrito en pandemia, no lo empecé en pandemia, pero de repente eso ocurrió y, quizás para la escritura de este texto –voy a decir algo que quizás no sea muy correcto–, pero quizás fue afortunado para la escritura de este texto, porque estuvimos puertas adentro, cuerpo adentro, yo estuve memoria adentro y nunca pensé en el exterior, pero me preguntaba por qué otros escritores han hecho esto.
“La privacidad es un tema. A mí no me gusta esta exhibición de lo privado en las redes, me parece que la banalizan, le quitan esto que es superior. Si yo comparto algo que es íntimo y personal, no es banal, para mí fue necesario para la escritura. Se trata de la sinceridad, de la comprensión, de quiénes eran, no de la idealización ni mía ni de ellos. Sin embargo, es un acto de amor, porque la comprensión siempre pasa por observar las fortalezas y debilidades del otro y entenderlas y acompañarlas. Para mí ese es el amor, en todos los sentidos. Y ahora me pregunto si no debería estar metida en un hoyo y un rincón después de haber escrito esto. Me viene un pudor que no tuve mientras lo escribía”.
—Dante pensaba que en todo acto la primera intención de quien lo realiza es revelar su propia imagen, ¿eso ocurrió con usted con Últimos días de mis padres?
–Creo que sí, por lo menos la imagen que yo tengo de mí, hay ciertas formas y facetas mías que están en este libro con la crudeza necesaria, esta es una escritura desde lo que yo llamo “mi verdad”.
—Hay dos anécdotas que me sorprendieron por esa crudeza, por esa honestidad y hasta frialdad con que las aborda: cuando vuelve a una estancia de escritores en Estados Unidos después de haberla abandonado por una hospitalización de su padre y al regreso se entera que murió Gabriel García Márquez, y un empleado le da el pésame porque creyó que su padre era García Márquez y usted se congratula de que no haya sido así. Y el segundo cuando salió de su departamento en un temblor y dejó ahí a su madre. ¿Qué le llevó a escribir sobre eso?
—Me haces una pregunta que no sé responder. El texto me lo pedía. Son esos momentos que me han dejado una marca y que tenían que ver con el tema. Eran convocados por la propia escritura. Ese momento en que me da el pésame aquel hombre que trabajaba ahí y sin embargo estaba enterado de la muerte de García Márquez –no era un escritor de la estancia, era un trabajador que me ayudaba con las maletas–, cuando me creyó hija de García Márquez. Que qué pena que haya muerto, pero, por otro lado, qué alivio que mi padre no fue el que murió. Yo, cada vez que sabía de la muerte de alguien de la edad de mi padre, sentía un alivio de que él estuviera aún vivo, que a mi padre todavía no le tocara, si se puede usar ese tipo de verbo. Fíjate, yo hago esquemas para mis novelas, aunque dejo que fluyan; tengo algunas ruta de escritura y aquí la ruta la iba dando el paso por los días del hospital. Y un asalto de la memoria que casi me despertaba en estas mañanas pandémicas y pedía ser contado era como si yo fuera tocando todos los momentos de alivio y de dolor y de miedo, y luego de salvar mi pellejo, porque también estoy hablando de la supervivencia mía; es decir, cuando yo volvía a ese lugar aislado en EU, también pensaba qué bueno que no se ha muerto mi padre y que puedo regresar aquí a escribir. Era también salvar mi momento de escritura. Y con lo de mi madre en el temblor era salvar mi pellejo.
—En varios momentos del libro, no precisamente en esos, usted se asume como alguien “egoísta”.
—Sí. Soy generosa también. Sí me considero una gente generosa que le gusta complacer a los demás. Pero –y la escritura de este texto me lo devolvió con una franqueza– era como si yo estuviera en examen, que me hubiera auto examinado. La escritura siempre, a pesar de que es comprender al otro, necesita de ese lado egoísta que es el recogimiento; la pluma es una manera de estar en el mundo, que es la única que creemos gobernar, porque a la vida no podemos gobernarla. Quizás todos somos egoístas a nuestra manera, porque estamos viendo cómo sobrevivimos, cómo estamos en el mundo. El escritor también se nutre de las historias ajenas, tiene una especie de rapiña, es un acto de rapiña con el afán de comprensión. Me acuerdo que cuando era niña en la primaria volteé a ver el examen de una chica y ella se tapó y me dijo: “No me copies”, y le dije que yo ya había terminado el mío, pero mi sensación no era copiar, tenía curiosidad de ver qué había contestado. Es decir, siempre he tenido curiosidad por los otros, porque me fascinan los otros mundos, y en este libro el mundo de quiénes eran mis padres y quién era yo era parte de la fascinación, porque la muerte es un momento límite que revela muchas cosas.
—Reconoce el peso de su hermana (o la hermana de la narradora) en el cuidado de sus padres en sus últimos días de hospital. Sin embargo, ella aparece muy poco en la novela. ¿Por qué?
—A ver, nadie me había hecho esa pregunta. Porque ni yo misma me doy cuenta de esa pregunta. Yo creo que el hecho de que mi hermana siempre tuviera el peso mayor, porque yo era la viajera, porque ella es escultora y pintora, quizás me llena de culpa, ahora que me lo dices. Somos muy cercanas de edad… Y creo que podría escribir otro libro sobre la relación con la hermana. Ahorita me haces pensar en eso. Son relaciones tan importantes en la vida y a veces tan complejas, con toda clase de aristas. Quizás aparece poco porque no se trataba de ella, sino de mis padres. Y ponerla ahí tomando decisiones, estando ahí, en los momentos difíciles, sobre todo es el papel que para mí era el más importante en esos últimos días de mis padres, no a lo largo de mi vida, ahí hay todo un edificio que podría montar para tratar de desentrañar esa relación amorosa, compleja, intensa, tan necesaria. No me había dado cuenta que aparece poco. Pero aparece cuando es necesario, es así como yo la veo. Esos últimos días también nos ponían en mucho conflicto, porque nos tensaban mucho. Y finalmente ella y yo eramos las que estábamos en Ciudad de México y que teníamos, sobre todo con mi madre, que negociar mucho más los cuidados. Y ella vivía muy cerca de mi madre. No me había dado cuenta.
—Milan Kundera, en El arte de la novela, dice que una novela debe servir para descubrirnos algo nuevo de la existencia, si no es inmoral. ¿Qué descubrió de la existencia al escribir esta obra?
—Esa frase de Kundera me encanta, yo también la uso. La uso porque me parece que es lo que debería lograr toda novela. Creo que le debe descubrir cosas al lector, pero al escritor también. ¿Qué descubrí? Para ser más precisa, aprendí que el acto de escribir (porque esta también es una novela sobre la escritura) es buscar las palabras precisas para la temperatura emocional, para la imagen precisa de la emoción y de la situación a través del lenguaje, que produce esa búsqueda estética de que la prosa esté al servicio de lo que queremos decir. Este texto me lo pidió con una urgencia y un reclamo distintos. Y me dio la sensación que la muerte misma se puede embellecer, que la ausencia misma, a través del lenguaje y la literatura, podría tener una altura estética y que era mi única forma de cobijo.
La narradora y ensayista comenta que durante la escritura de su novela, en tiempos de la pandemia, leyó otras obras relacionadas con las pérdidas de los padres, como Sobre el duelo, de Chimamanda Ngozi Adichie, o Mi madre, del japonés Yasushi Inoue, con los que halló una cercanía muy palpable.
“Me devolvieron ese espíritu de la compasión, en el sentido de la comprensión, de la ternura”, añade.
—El libro se publica después de dos años y medio de pandemia y otra experiencia de la muerte. Me decía Armando Bartra que la muerte es algo que regularmente mantenemos en el clóset, de lo cual no hay que hablar, pero usted habla abiertamente de ella. ¿Cree que su libro pueda servir de consuelo a gente que perdió a sus padres, a sus familiares, en esta confrontación con la muerte?
—Yo espero que sí. No era mi intención. Yo misma me sentí mucho más vulnerada al momento de la escritura porque la amenaza de muerte era mucho más evidente que la inevitabilidad que conocemos; este texto está escrito bajo la amenaza de muerte por la pandemia, y quizás por eso es una celebración de la vida, del momento único que podemos acatar, aprender y apreciar, que es el hecho de estar vivos, y que la memoria es una forma de vida de los que ya no están. Al compartir el tránsito a la ausencia y a la pérdida, al poderlo poner en palabras, fíjate que he oído –y me ha gustado mucho–, que despierta la lectura de este libro el deseo de escribir de los padres de otros, sobre sus orígenes, porque también es un llamado a la pertenencia, a de dónde viene uno, de qué historias, que a mí me ha interesado. Y si la historia de la que vienen algunos lectores es la pandemia, es parte de una historia que es necesario no tratar de olvidar sino ver cómo se acomoda para poder ponerle cara a la vida, al presente y al futuro.