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Morrison, Poe y un Mustang GT 500

A un desencantado Jim no le interesaba nada ni nadie, sólo su poesía y su auto que le acababa de regalar la disquera, un Ford Mustang GT 500 impecable

Eran finales de los sesenta, época en la que el prófetico rock comenzaba a ser abatido por los comerciales embates de una industria dispuesta a explotar hasta el polvo a sus estrellas. A esas alturas, a un desencantado Jim Morrison no le interesaba nada ni nadie, sólo su poesía y su auto que le acababa de regalar la disquera, un Ford Mustang GT 500 impecable, azul metálico, con 335 enloquecidos caballos de fuerza.

Jamás había llevado a nadie en esa mítica bestia, nunca había subido a mujeres ni dado raid a nadie, ni a Pam, su bella musa de la Calle Amor. Pero esa vez rompió la regla y le acompañaba el poeta Michael McClure, enfundado en un traje negro con el pálido porte de los que saben hablar con la muerte. Despreocupado, iba montado en unas cómodas botas con hebillas de plata mientras que Jim llevaba el mísmo pantalón de cuero que ya olía a lagarto con tres días de muerto sobre la carretera, pero que le traía suerte. Portaba un cinturón con nueve conchos de plata tallados a mano por indios navajos, que era el sueño chamánico de tantos fans, y una vieja playera que hacía juego con el azul eléctrico de su bólido, ambos rodando por Santa Mónica en ese pura sangre metálico que el Rey Lagarto pretendía domar por el Valle del Sol, con el tanque lleno del mejor combustible etílico, whisky Jack Daniel’s, su preferido.

La excursión báquica consistía en recorrer los principales clubes nudistas y bares de Sunset Boulevard, desayuno con litros de cerveza en Barney’s Beanery, brunch en el Troubadour ya con whisky como aperitivo, incluyendo baile con las más lindas nudistas del lugar. En el ocaso del día el Phone Booth era el antro más idóneo, y ya con ese kilometraje recorrido los bardos tenían la mirada perdida, serpenteando por curvas muy cerradas con dos entaconadas nudistas de ojos tristes, embadurnadas de baratos maquillajes que se les habían pegado en forma de sensuales muecas, y de quienes no sería fácil para este par de formidables ebrios deshacerse, como ese olor que se te pega en los baños de un Sanborns.

Al salir de ese antro, los vates apenas podían conducirse, bamboleantes sobre la acera abrazados a las chicas como si de muletas se trataran, cuando vieron un bruñido cuervo del tamaño de una persona frente al gran Mustang, como un chofer que los recibiera a las puertas de algún cuento macabro de Poe. Si había un personaje que los superara en esos meridajes etílicos, ese era el gran borracho de Baltimore, Edgar Allan Poe. Así que lanzando algunas anécdotas del místico escritor a las arenas movedizas de la negra noche, sucumbieron ante la idea de dirigirse a Baltimore y hacer un homenaje con unos tragos al tan afamado escritor estadunidense.

Sabemos que Jim Morrison todo lo mezclaba con alcohol, ¿por qué no había de hacerlo esa noche con un auto? McClure se quedó platicando de filosofía en plena banqueta con el cuervo y las dos mujeres que lo sostenían, mientras que Jim se trepó al GT 500 y se dirigió a experimentar con la carretera, Baco y algunas sustancias que le embellecieron el viaje, zigzagueando por caminos rectos, como en esos bailes chamánicos del Rey Lagarto sobre el escenario, hasta que un poste telefónico en el camino frenó su entusiasmado y frenético viaje.

James Douglas metió reversa y el acelerador hasta el tope, pero no pudo sacar ese caballo de patas rotas de semejante atolladero. Fue la última vez que vimos a Jim y el Mustang juntos. Un taxi le echó las largas y trepó en él, ya a un condado de distancia de Baltimore. El parecido del conductor del taxi con el autor de “El cuervo” era sorprendente y Jim Morrison estaba muy intrigado, incluso tenía ese aire policiaco que siempre envolvió a Edgar Allan.

—¿Sabes? Es inevitable no invitarte un trago en el próximo whisky bar que se nos atraviese —dijo Chamán Jim.

El conductor se limitó a asentir. El cielo en Baltimore estaba cubierto de pesadas y deshilachadas nubes sin sol, pese a ser un día iluminado de un nostálgico verano con olor a tierra mojada. El taciturno taxista cumplía los caprichos enfermizos de su jipioso pasajero, al que por cierto le encontró un parecido increíble con un cantante de rock en boga.

Jim Morrison acababa de encender un cigarrillo más con la colilla de otro cuando gritó:

—¡Ahí, ahí está ese bar, mi amigo Poe!

El chofer obedeció sin chistar y se bajaron. Los Marlboro ardían mientras ellos arrebujaban sus chaquetas y juntos entraron a una cantina que tenía un anuncio de neón en la esquina superior izquierda de la puerta: “Bar The Raven”.

—Menuda y cabalística casualidad, Edgar.

El taxista nunca corrigió su nombre al rockstar, sólo asentía con una cómplice sonrisita. Pidieron un par de bourbon al cantinero que tenía curiosos racimos de la flor de vid en su revuelta e incipiente cabellera, quien gustoso les volvió a llenar el vaso que acababan de vaciar, en sus sedientas almas, nuestros apreciables personajes. A las dos botellas ya había un lagarto a los pies de Jim y un curioso cuervo los contemplaba desde el mostrador. El taxista ya había sucumbido ante su treceavo vaso de whisky sobre la barra y Jim Morrison fue al baño a conseguir alguna sustancia que pusiera afrodisiaco su día. Sin embargo, se quedó dormido en el sucio escusado. Entre el sopor de su etílico sueño escuchó cómo tocaban a la puerta y le gritaban por su nombre. Despertó y salió. Ahí estaba Michael McClure con una cerveza en la mano y las dos chicas, reclamándole:

—¿Por qué tardaste tanto en el baño?

—No vas a creer el viajesote que me acabo de echar y Poe estaba ahí…

Enseguida susurró para sus adentros:

—O más bien alguien que se le parecía muchísimo.

McClure era el único poeta beat vivo que en verdad se había interesado por los poemas del Rey Lagarto, así que ambos volvieron con la imprudencia que merece dicha situación a sumergirse en el bacanal de drogas, alcohol y sexo, aderezado con ese cándido toque de poesía que todo lo desnuda.

El paradero del magnífico Mustang sigue incierto.

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Ilustración: Manjarrez

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Jim Morrison King of the mountain.
Photo by Paul Ferrara.
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