Otra forma de belleza

Es posible que, en defensa de la subjetividad, hayamos ido perdiendo uno que otro canon útil para definir lo que nos afecta
Belleza

El encierro me ha dejado mantener un espacio que hasta el año pasado era privativo de mis traslados largos. En pocos momentos escuchaba música como durante las horas que llevaban de un lugar a otro. Nunca he podido escribir con una bocina prendida. Siempre he visto con el juicio de la depravación a aquellas personas que, vestidas en ropa elástica, salían y salen a las calles con audífonos en los oídos. ¿Qué espacio se le da a la música entre zancadas? Un fondo que no exige el silencio. Una sola lectura que marca, si acaso, un ritmo como si la música apenas estuviera compuesta por él. Así alguien dirá que una novela son letras y no los intersticios que las median.

En el encierro, he podido asirme a una relación con la música en la que ésta hace una ceremonia fuera de la realidad, en el marco de la realidad. No un escape sino una analogía a nosotros mismos en el conjunto social que permite distintos niveles de lectura. Que valida la emoción por lo que se escucha, como la literatura conduce por lo que no se ha vivido y se imagina. O lo que se ha olvidado e imagina.

Afortunadamente, ya que estos son tiempos donde hemos sido capaces de relativizar cada aspecto de nuestra vida, la primera relación con el arte sigue siendo el placer. Lo que se llega a concebir como un aspecto únicamente emocional, en su acepción menos interesante, tiende a excluir su componente intelectual. Aún peor, arriesga a no tomar en cuenta el equilibrio entre racionalidad y sensibilidad que compone una de las formas de la belleza.

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Entre las líneas que se le dedican al arte en nuestros días —especialmente alrededor de la literatura y la música—, cada vez encuentro menos atención al placer como su provocación más honesta. Es como si hubiese perdido su lugar y un atisbo de culpa o desdén impidiera pronunciarla. A la belleza, sujeta a una época de reinterpretación sobre todos los códigos inimaginables, quizá ya no se le permite ser bella.

Belleza y placer, en relación con el arte, dan la impresión de tratarse de elementos indisociables. Dicha condición no equivale a que profundicemos en su naturaleza. Ambos se llegan a considerar frívolos sin notar que si lo fueran cada pasión lo sería. Con ellas relegadas al universo de lo secundario, haríamos secundaria cada una de las inquietudes intelectuales. También pasionales.

Será lógico pensar que si vemos, leemos o escuchamos algo bello, la respuesta placentera formará parte de una experiencia apreciativa. Sin embargo, al ser la belleza una condición que se admite dentro de los terrenos de la subjetividad, supongo que alguien afirma sentir repulsión con la Locus iste de Bruckner. Aunque sea bella.

Es posible que, en defensa de la subjetividad, hayamos ido perdiendo uno que otro canon útil para definir lo que nos afecta. Lo bello puede ser nombrado sólo por lo que provoca. Lo feo puede ser llamado gracias a su repulsión.

Sin embargo, existe una belleza en el arte —otra—, escrutable en la profundidad de lecturas, vistas y oídas que se relacionan con nuestra organización social. Son las emociones e inquietudes que se tocan a través de ella: la evocación intelectual. Evocación que con todo y su distancia obvia está en Bruckner y en el Se’aat, de Koast, una música tunecina que ya escribía y cantaba antes del triunfo de la ingenuidad que por un tiempo conocimos como las Primaveras Árabes. También está en el Distrito Federal, del Instituto Mexicano del Sonido. En ellos, la apuesta común por brindar placer desde sus especulaciones intelectuales. Recuerdan que no se puede hablar de literatura sin musicalidad y que la música como la literatura son reflejos arquitectónicos del tiempo y de los tiempos. Son formas de una belleza que aparece cuando se detecta una reflexión teórica previa a la obra.

Tal vez, la poca atención a esta forma de belleza sea efecto de lo que sucede en distintos campos.

No es extraño al leer de una novela cuyos diálogos remitan a un pasado reciente, que se niegue su belleza desde la posible inexactitud en un párrafo sobre la economía de la nación donde transcurra la ficción. Si la belleza no es precisamente relevante, unas cuantas palabras bien colocadas en función del texto, pero cuestionables fuera de él, se prestan a quitar el mérito a la cualidad estética, su relación técnica y el espejo social. El párrafo, voz de un personaje, tal vez no sea leído como tal sino a manera de análisis especializado. El equilibrio entre ambas características, estética y técnica, se pierde por el lector a merced de apreciaciones distantes a la verosimilitud. La verosimilitud es el aspecto social embebido en la obra para construir su propia realidad, a partir de la realidad existente y común a su lector.

Algo similar ocurre en otros terrenos literarios. La belleza de un ensayo, aquel género que coquetea con la poesía para hablar de lo que rodea el sujeto de lo hablado, es en ocasiones despreciada por su falta de prontitud. En la lectura del ensayo que tenga de sujeto un asunto coyuntural —una palabra melódicamente espantosa— prima el asunto desde la concepción previa del lector. No la forma, su musicalidad o tangentes que provean de figuras cuyo mérito es provocar una sensación placentera. Incluso si el tema que refiera no lo es.

Éste es el placer del pensamiento como ejercicio de provocación. El movimiento de las entrañas que surge de la incomodidad intelectual.

Al menos en lo literario, si se tiene la intención de acercarse a la belleza en un texto de no ficción —esa extraña etiqueta regalo de la industria—, estoy casi seguro de que la búsqueda de la belleza se está perdiendo tanto en lectores como en un buen número de autores, por el simple hecho de que ya es más sencillo ser autor que tener obra. Porque el tiempo que tenemos para escribir sigue siendo el mismo desde antes del encierro y desde antes no imaginaríamos su posibilidad. Y el tiempo necesario para conseguir el equilibrio que proporciona belleza gracias al dominio técnico, la expiación emocional y la especulación reflexiva no es compatible con la prisa.

Literatura y música son hechos sociales que relacionan con nuestra vida diaria tanto en la abstracción como en la revisión individual de quien escucha y lee. Usan herramientas que se conectan con la identidad construida en lo contemporáneo y a su pesar; herramientas formadoras de lenguaje y de códigos compartidos. Remiten a una culturalidad simultánea a su sonoridad.

Son referencia a la memoria de un mundo que pretende construir un futuro sin ella. Sin belleza. Una cualidad intelectual.

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