Desde que se acuerda, Serafo siempre ha vivido la estrechez económica. Pero no se echa para atrás en lo que al cumplimiento de sus obligaciones se refiere, aunque sea regañadientes: cada que alguno de sus chamacos le pide dinero —para un cuaderno, para un libro— se pone retobón:
—¡Si no tengo una maquinita para hacer dinero; avisen con tiempo, no cuando ando corto de feria! Y por cierto, vamos a ver si se lo merecen: saquen sus cuadernos, vamos a revisar.
Él se encarga de las matemáticas, son su fuerte: en la ferretería tuvo que aprender el sistema métrico decimal y también el inglés, por aquello de las medidas pulgadas que diversas mercancías utilizaban. Por suerte, tuvo un Jefe de Mostrador que le recomendó inscribirse en primaria nocturna, para adultos, “porque así de ignorante cualquier puede hacerte ver tu suerte, paisano, mejor ponte trucha”.
—¡¿Paso a creer que yo, que ni escuela tuve, sepa más que ustedes que se la pasan metidos en el estudio?! Échense sus útiles para acá, vamos a dar una repasada.
De la ortografía se encarga la mamá, Tere, esposa de Serafo. Su lengua nativa es el otomí, pero cuando en su ranchería se abrió la escuelita tuvo que aprender el idioma español con todas sus reglas o a los castigos se exponía. “Aprencan, para que no los malmiren”, repetía una y otra vez el maestro rural. Y esa misma frase replica a sus hijos:
—Tráiganse para la mesa de la cocina su cuaderno y su libro de español, vamos a ver qué tal andan por esos lares. Para que no los malmiren.
La ortografía es un poderoso monstruo al que deben enfrentarse ya que hasta los maestros la padecen, y se enmuinan si algún pupilo los exhibe al decir que “esa palabra es con B de burro, no con V de vaca, ticher.”
Las matemáticas, “las cuentas”, son el terror de los chamacos y hay que encarrilarlos para que no por ahí tuerza la puerca el rabo y terminen repitiendo el año escolar los vástagos, atentos a responder con acierto y determinación para evitar coscorrones y manazos.
—Tienen que inteligirle a los números o se van a dar de tropezones en la vida, chamacos talegones. Vamos a repasar las tablas de multiplicar y de dividir, que las de sumar y restar ya las traen al día.
Serafo no quiere que sus hijos sean macheteros, cargadores que sólo cuentan con su fuerza física para ganarse la vida; ni que sus hijas estén la tenidas a lo que el marido tenga bien proporcionarles:
—Háganse de una profesión, para que no pasen las penurias que nosotros. ¿O díganme para qué van a la escuela, si no es para eso, para que aprendan y no los traten como burros, a palos? Así me trataron cuando llegue del campo a la ciudá, ¿quieren repetir la historia? Es fácil: güevonéenle…
Son noches con Serafo, que sus hijos recuerdan claramente porque no se libraban hasta que el conocimiento germinaba en sus duras cabezas. Terminaban con las manitas calientes a fuerza de manazos, o con las patillas mermadas y doloridas por los tirones que en ellas recibían.
Con todo, agradecen a Serafo, aunque cuestionan sus métodos.
—Pus digan lo que quieran, pero de menos no rebuznan —ataja Serafo los reclamos.
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“Las colecciones digitales de la Biblioteca del Congreso de EU están disponible para consulta en su sitio web…”
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— Fusilerías (@fusilerias) October 21, 2021