Robert Johnson

Robert Johnson, el demonio y cosas peores

La mujer con la que se había enredado era esposa de un demonio seductor, por eso Robert nunca permanecía en el mismo lugar dos veces seguidas, pero esa vez lo hizo

Los que lo conocieron dicen que en sus presentaciones de inmediato atraía las miradas coquetas de alguna mujer de entre el público ante un hipnótico walking bass, y eso que Robert Johnson cantaba casi siempre de espaldas, en el umbral eterno del blues, para que no pudieran ver sus seis dedos en cada mano acariciar con lascivia la guitarra. Enseguida conquistaba con un slide los célibes favores de alguna de las chicas que lo esperaban al concluir el show. Antes de rayar el alba, huía por el Delta, dejando a ella aún reposando entre grasientas sábanas de algún extraviado motel.

Con su guitarra atada a la espalda, como un animal corriendo con manos y rodillas, dicen que escapaba de algo o alguien, siempre inmaculado e impoluto aun andando por los más polvorientos y sucios caminos del Mississippi.

Una noche, mientras tocaba en la vieja casona de Three Forks, antro de tosca madera con paredes manchadas y pisos olorosos a orines y whisky barato, en el cruce de la 82 con la 49, con el lugar a reventar vio a través de las ventanas el lomo encorvado y peludo de la bestia que rodeaba el sitio, lo cercaba a él, se revolvía con las pesadillas de la noche.

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La esposa del dueño, con la que se había enredado el bluesman la madrugada anterior, era un demonio seductor, y a esas alturas el marido ya estaba enterado. Por eso Robert Johnson nunca permanecía en el mismo lugar dos veces seguidas y menos aún repetía de compañía ocasional.

Esa vez lo hizo. Dicen que ese demonio en forma de marido celoso tomó luego la forma de una botella de whisky abierta y en un largo trago se le metió en las entrañas, en forma de veneno, para llevarse su alma, que ya le pertenecía desde que firmó el contrato de fuego en aquella polvosa encrucijada. Tomó de esa bebida como si de los besos de la dama se tratara, como echárselos de un viejo blues. Tocó dos canciones más y entonces paró, levantándose de su asiento, él una oscura sombra en aquel oscuro lugar.

Sus ojos se le abrieron tanto, como para aferrarse a la vida que amenazaba con apagársele, como esa mohosa bombilla del raído techo. Con tan sólo 27 años pasó dos semanas en un desértico motel de mala muerte, retorciéndose de dolor por las tripas que se le quemaban lentamente por la estricnina, como si sus demonios internos hubieran atizado ese mismo infierno del que ahora ya no podía escapar, como gustaba hacer de cada sitio donde se presentaba.

***

Volvamos en el tiempo. Antes de que desapareciera del mapa el pueblito con nombre de conjuro: Hazlehurts, donde existía el panteón más silencioso del Mississippi, ahí cruzando la lodosa calle donde vivía otro desaparecido del mapa, Ike Zimmerman. Ya entrada la noche ante el mutismo de una tumba de malpegados ladrillos rojos y una fangosa lápida, Ike le enseñaba a tocar el blues a Johnson. Sólo el viento ululaba entre espesos árboles y el triste rasgueo de sus guitarras, las pálidas lápidas proyectaban negras sombras como expectantes espectros a esas horas en la negra noche.

Como dijo un par de siglos antes el místico poeta William Blake: “Guía tu carro y tu arado sobre los huesos de los muertos”. Robert y su esquelética Kalamazoo decidieron andar por la senda de los muertos, emprendiendo su vagabundeo por todo el Delta.

Detengámonos un rato para agarrar aire ante tal maratón. Días antes, en una noche de tugurio y whisky, caminaba junto a Son House, un bluesman al que despreciaba porque nunca quiso enseñarle a tocar. Iban por la orilla de la carretera con Willie Brown, quien dijo a Robert mientras se echaba un largo trago: “Para aprender a tocar todo lo que quieras y componer tus propias canciones, tienes que llevar tu guitarra a un cruce de caminos, al lugar donde dos caminos se cortan y antes de la medianoche; entonces, coge la guitarra y toca algo tuyo.

Un hombre grande y negro irá hasta allí, cogerá tu guitarra, hará sonar tu canción y te devolverá la guitarra. De esta forma aprendí todo lo que necesito para tocar.”

Esa misma noche Robert se dirigió al cruce de la autopista 61 con la 49 en Clarksdale. Los pies le dolían de tanto caminar y se detuvo para dejar pasar una hilera de pequeñas ranas que cruzaban en fila india. Se miró la suela para constatar que no había pisado a ninguna. El cielo lucía un tono púrpura ante una borrosa y amarillenta Luna. Llegando al crucero esperó sentado con la Gibson entre sus sudorosas manos.

Habían pasado algunas horas en la fría y solitaria noche. Sus tiritantes dedos sobre el duro diapasón le dolían como si se los martillaran, pero aun así malentonó algunas viejas canciones de blues.

Oscuros árboles envolvían algunas maltrechas casas de madera pintadas de blanco, que lo contemplaban como una calavera pelándole los dientes en medio de la nada. Los pies le latían doloridos del cansancio, una taquicardia se acumulaba en su pecho y entonces se tumbó en un recortado césped del terroso crucero. Contempló el cielo estrellado y frío. Sintió que el suelo se cimbraba y pensó si sería su corazón cuando escuchó cascos de caballo y una nube de polvo lo envolvió todo.

Se incorporó de rodillas, empapado en sudor, y entrevió la recortada figura de unos cuernos coronados en una cabeza infrahumana. Un intenso olor a azufre se mezclaba con el de estiércol de caballo. Trató de entonar un blues entre los sudorosos dedos que se le resbalaban por el cuerpo de la guitarra y vio negros moscardones que le zumbaban en las patas a un Belcebú más rojo que la lumbre, que tomó la destemplada guitarra de Robert y de inmediato ardió en llamas.

Las flamas brillaban en los ojos de nuestro héroe poseído, quien ante un contrato que recortó el delirio, con pluma y tinta de fuego entregó su alma al diablo. No se la llevaría en ese momento, pero ya habría tiempo para finiquitarlo.

Con siniestra sonrisa bufó el demonio, como siempre que entregaba a firma esos contratos a algún desesperado. Sacó ardiente vapor por sus anchas fosas nasales y le devolvió la guitarra, ya apagada. Extendió sus espigadas alas para desaparecer en una negra nube de azufre que se desintegró, cimbrando en el suelo ante sus ojos aún en trance.

La angustia se disipó junto con el calor, como si pasara un subterráneo tren por la rejilla a sus pies. Se incorporó impoluto y sin el menor rasgo de cansancio. La guitarra en sus manos era una mujer que se le entregaba como una vieja y conocida amante, y le brotaban más dedos en sus manos, ansiosas por acariciar sus cuerdas en melódicos e hipnóticos rasgueos procedentes de oscuros mundos. Seis eran los dedos en cada mano.

Ahora casi todos sabemos que los mejores acordes en la historia de la música se han fraguado así.

“Alabado sea el señor del eterno fuego de los desposeídos”. Willie Brown, ahí te voy, dijo para sus adentros un transfigurado Robert Johnson, mientras se perdía por un negro camino alumbrado por las llamas del infierno de sus ojos. La Luna no parecía tan asombrada, había visto cosas peores, pero aun así le hizo compañía.

Robert Johnson
Crédito: ManjaRock
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