No sé muy bien por qué, pero un día tuve esta certeza: si alguna vez iba a París, debía conocer la tumba de Porfirio Díaz.
¿Que de dónde me salió ese súbito interés por conocer la última morada de Don Porfirio? No me lo explico. O sea: ¿Díaz? ¿Por qué? Como buena hija de la Revolución y educada por los libros de texto en los que se cuenta la versión oficial de la historia, según la cual Díaz es un villanazo como pocos ha habido en México, ¿por qué habría de atraerme la idea de conocer el pedazo de tierra en que se pudre?
Tal vez fuera una no muy consciente necesidad de cerciorarme de que el perverso dictador sobre el que tantas historias me había contado mi bisabuela estaba bien muerto y enterrado, o quizá solo era una extraña variación del “síndrome del Jamaicón” que me aquejaba con anticipación y que me anunciaba que, una vez en suelo extranjero, debía tomar una pausa en algún sitio que me hablara de mi tierra.
El asunto es que esa necesidad de conocer el sepulcro de nuestro tan insigne como infame ex presidente me ha estropeado dos viajes a París, pues en ambos volví a México con el mal sabor de no haber visto aquella tumba para poder murmurar en mis plegarias nocturnas: “Descansa bisabuela, los gusanos ya se comieron al viejo cochino —así le decía ella, escandalizada al recordar que Díaz se había casado primero con su propia sobrina y luego con Carmelita, una niña de diecisiete años cuando él ya pasaba de los cincuenta.”
En un paréntesis en mi agenda de viaje, el mismo día que el itinerario señalaba la visita a la Basílica del Sagrado Corazón apunté: (si queda tiempo, a la bajada, pasar al panteón de Montmartre a ver a Díaz). Lo apunté con tinta roja como para contrarrestar la aparente irrelevancia de haberlo escrito entre paréntesis. Y fue justamente ese paréntesis el que marcó el inicio de mi fracaso como turista.
Con la euforia del viajero primerizo por el viejo continente, destiné las jornadas iniciales a recorrer los sitios más predecibles y, dejando a un lado la vergüenza que sentía de mí misma al verme convertida en un cliché, me puse el mapa bajo el brazo, la cámara al cuello y tomé el Bateau Mouche que recorre el Sena decidida a llegar hasta el sitio en el que todos los habitantes de América pensamos cuando decimos Europa: el enorme monstruo de hierro diseñado por Gustave Eiffel. De camino a esa primera joya arquitectónica que por el solo hecho de pararme bajo su sombra prometía otorgarme el título de turista consumada, alcancé a vislumbrar los museos del Louvre y de Orsay —cuya visita estaba programada para los días siguientes— y una réplica en miniatura de la Estatua de la Libertad que dirigía la mirada, según explicaba la audioguía del Batobús, hacia el sitio adonde llevaron a su gigantesca hermana al otro lado del Atlántico.
Aquella mañana yo me encontraba en un lamentable estado de cansancio y mal humor a causa del jet-lag y ese dato sobre la estatua que hurga con la mirada el vientre del horizonte intentando divisar a su enorme réplica me pareció cursi, me irritó pensar que tal vez había sido inventado con la única intención de arrancar expresiones de asombro al turista novato. Más me irritó el hecho de reconocer que yo encajaba a la perfección en ese odioso papel de turista ingenuo al descubrirme profiriendo un ahhh y otras interjecciones que denotaban lo maravillada que estaba ante cada nuevo detalle que el apuesto guía galo —ya había renunciado a los audífonos de la audioguía— exponía en francés (del cual yo no hablaba ni entendía una palabra) y luego repetía en paupérrimo inglés para ese breve y auditorio de coreanos y latinos —entre los que me encontraba— muy dispuestos a dejarnos deslumbrar y a tragarnos, sin pasar por ningún tamiz de duda, aquella perorata que, a fuerza de tantas repeticiones, había perdido su brillo.
Por supuesto, el Louvre fue mi destino del día siguiente y —también por supuesto— los enigmas que Da Vinci escondió entre los pliegues de la sonrisa de la señora del Giocondo fueron lo primero que corrí a buscar, desplazándome a toda prisa a través de salones repletos de figuras de mármol que, de tantos que son, acabaron ensordeciéndome los ojos y despertándome la convicción incuestionable de que debía ahorrar para hacer un segundo viaje, esta vez con un itinerario más generoso, porque, ¿en qué diablos estaba pensando cuando decidí que tres o cuatro horas bastarían para conocer el museo más famoso del mundo?
Resignada a que me sería imposible verlo todo e intentando que la frustración no estropeara mi reconquistado buen humor, me tomé un par de minutos para decidir las piezas de aquel museo que no estaba dispuesta a perderme. Eché un rápido vistazo al mapita que me dieron al adquirir mi boleto de entrada y corrí del Ala Denon al Ala Richelieu, donde me esperaba la segunda obra que elegí en mi improvisada lista de “imperdibles”: el Código de Hammurabi.
Varios centenares de magníficas piezas de arte me salieron al paso en el camino, pero no llevaba tiempo para detenerme en su contemplación. De lejitos, dediqué un respetuoso “mucho gusto” a la Atenea Nike hallada en Samotracia que, sin brazos ni cabeza, revoloteaba sus alas en el descansillo de una escalera; “te la debo, querida”, me disculpé con la Venus de Milo cuando pasé casi corriendo junto a ella; “ahí para la próxima”, debí decirles a los Vermeer y a inmensos e impresionantes Rubens que alcancé a ver de reojo dentro de un salón; “ustedes perdonen, Caravaggio, Delacroix, Louis David”, suplicaba mientras empezaba a sospechar lo perdida que estaba, yendo y viniendo de un salón a otro, escaleras arriba, escaleras abajo, girando el mapa en todas direcciones sin conseguir interpretarlo.
La gran estela de basalto negro es poco imponente por sí sola, pero al recordar mis clases de derecho penal acerca de las terribles sanciones en lengua acadia que esa piedra oscura lleva inscritas, no pude evitar un estremecimiento. Colocada en el centro de una plaza pública, la gran roca que ahora tenía frente a mí había regido, implacable, la conducta de los babilonios cuatro mil años atrás.
Está claro que si yo fuera una persona organizada no sólo me habría enterado a tiempo de lo imposible que es visitar el Louvre en unas cuantas horas, sino que, una vez descubierta esa imposibilidad, habría seleccionado con más cuidado las tres piezas cuya visita califiqué de obligatoria, así como el orden para verlas y las rutas a seguir para hallarlas, en lugar de simplemente ponerme a caminar siguiendo flechas de letreros escritos en un idioma que no entendía. Pero si yo fuera una persona organizada tampoco tendría material para escribir este relato.
Proferí mentalmente los peores insultos hacia mi persona cuando descubrí que la siguiente pieza que elegí estaba, lo mismo que La Gioconda, en el Ala Richelieu. Agotada, debí desandar mis perdidos pasos y volver al sitio donde había empezado, pero esta vez tenía que localizar la sala seis, dedicada a esculturas pequeñas y otras piezas de diversas culturas orientales antiguas.
Mi interés recaía en una pieza en particular: la pequeña figura de Pazuzu, un demonio mesopotámico que se jactaba de ser el portador de todas las pestes, delirios y fiebres que aquejan a los hombres. Tallada en quince centímetros de bronce ocho siglos antes de Cristo, esa figurilla había protagonizado todas las pesadillas de mi infancia y adolescencia, desde aquel día en que, a mis nueve años y a escondidas de mis padres, trepé a lo más alto del librero para bajar el videocasete de la película que tan terminantemente me habían prohibido mirar: El exorcista.
Años después, al estar planeando aquel primer viaje a París me enteré sin querer, mientras hojeaba una revista sobre el Museo del Louvre, que la estatuilla que aparecía en el filme y que me atormentaba en sueños sin fallar una sola noche existía realmente y que se hallaba resguardada en el famoso museo parisiense. Supe entonces que debía ir a conocerlo en persona y rogarle que dejara de torturarme.
Finalmente encontré la sala seis y corrí a ponerme frente a frente con el demonio. Con manos temblorosas oprimí el obturador de mi cámara para capturar la expresión maligna del rostro de Pazuzu. Su cuerpo, si bien era antropomórfico, combinaba partes de diversos animales: garras afiladas como de felino, cabeza de león, patas de águila, cola de escorpión, alas y un diminuto falo humano. Me reí de su escasa masculinidad, abrí mis dedos índice y pulgar abarcando un espacio minúsculo y le dije en voz muy baja: “La próxima vez que te vea en mis sueños miraré tu foto para acordarme de lo chiquito que lo tienes”. Desde entonces, estamos en tregua: él no me visita por las noches y yo jamás miro su foto.
El resto de mi semana en París transcurrió como en vorágine: la tumba de Napoleón, el Arco del Triunfo, Sainte Chapelle, la Sorbona, los Jardines de Luxemburgo, la Ópera Garnier, tren a Versalles, la Bastilla —o lo que queda de ella—, caminatas por los Campos Elíseos y por el Jardín de las Tullerías, cafés, restaurantes, calles y callejuelas ramificadas sin fin. Centenares de fotos se acumulaban en la tarjeta de mi cámara y decenas de imágenes y escenas prometían convertirse en recuerdos instalados para siempre en mi memoria. La Ville Lumière era una ciudad demasiado bella, aplastante, abrumadora.
El penúltimo día tocaba ir a Notre-Dame. Con sus gárgolas simiescas y su desfile de reyes sobre la galería de la entrada, la catedral me recibió con una serenidad milenaria. En su interior, la frescura de las columnas de piedra, el olor a incienso, los rayos de sol moteados de polvo y derramados sobre el suelo en largas manchas azules y lilas invitaban a dejar de lado el espíritu curioso del viajero para dar paso a la reflexión; sin embargo, el estereotipo del turista había echado ya sus raíces dentro de mi ánimo y reclamó, celoso, su sitio por lo que me dispuse a consumar el siguiente cliché señalado en mi agenda: la obligada “encendida de veladora” en el altarcito a la Virgen de Guadalupe con el correspondiente pecho henchido al verla rodeada de banderitas mexicanas. Fue tanta mi emoción al ver en aquellas tierras lejanas los símbolos más queridos de mi religión y de mi patria que las palabras de mis plegarias se revolvieron en mi mente: “santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad y retiemble en sus centros la tierra al sonoro rugir del cañón, amén.”
Pero ninguna visita a Notre-Dame está completa si uno no se sienta en las toscas bancas de madera frente al altar mayor para rezar un Ave María a la memoria de Antonieta Rivas Mercado, a quien me imaginé acomodada en el mismo sitio en que estaba yo, disparándose en el corazón con la pistola que le robó a Vasconcelos la noche anterior. Se me erizó la piel y me levanté pensando en el charco de sangre que debió formarse sobre esos mismos mosaicos ajedrezados del piso. Era momento de irse de ahí, caminé hacia la puerta y mojé mis dedos en la pila de agua bendita para marcar una cruz sobre mi frente justo antes de salir.
Al fin llegó el último día y mi itinerario señalaba: Moulin Rouge/ Basílica del Sagrado Corazón y en un paréntesis en tinta roja: (si queda tiempo, a la bajada, pasar al panteón de Montmartre a ver a Díaz).
Bajé del metro en la estación Blanche y, al salir, me detuve en un puesto a comprar un croissant y un café americano en vaso desechable para desayunar mientras caminaba. Apenas doblé en la esquina y me topé con la inconfundible fachada del padre de todos los cabarés: el sórdido Molino Rojo. Como era muy temprano el lugar aún estaba cerrado; sin embargo, se podía acceder libremente a su vestíbulo y recorrerlo algunos metros antes de toparse con la reja metálica que cerraba el paso. En esa brevísima antesala del espectáculo más sorprendente del mundo todo tenía un aire de otra época: la marquesina de madera tallada, la taquilla antigua, los aparadores con fotos de bellas bailarinas y desnudistas, la raída alfombra roja que olía a vino agrio, vómitos y sangre vieja. Se me revolvió el estómago y guardé el cuernito para después.
En la esquina, caminé cuesta arriba por la Rue Lepic en la que los puestos de frutas y flores comenzaban a exhibir sus productos multicolores. Tras subir algunas cuadras encontré el café Deux Moulins. Me senté en una de sus mesas a esperar mi segundo americano del día, mientras en mi mente se reproducían, uno tras otro, los valses con los que Yann Tiersen musicalizó la película Amélie, filmada entre esas mismas mesas años atrás.
Salí del café un tanto desilusionada: los menús estaban sucios, el sol se había comido los colores del afiche de la hermosa Juliette Binoche y fue imposible conseguir que los dependientes me dieran una servilleta si no consumía alimentos; yo no apetecía comer —aún tenía medio croissant en mi mochila— de modo que debí limpiar los restos del café en mis labios al más puro estilo de los gatos.
Di vuelta a la derecha en la Rue des Abbesses y continué subiendo hasta hallarme en el corazón del barrio bohemio de París. Dos y tres y cien pintores me ofrecieron un sinfín de prodigios por unos cuantos euros. Los compré todos: mi caricatura pintada con acuarelas, un retrato a lápiz con la basílica del Sacré-Coeur como fondo, un poema sobre gusanos que salen de mis pupilas para devorar el corazón de quien los mira y una rosa imaginaria que me entregó un mimo, cuya piel color del ébano se adivinaba bajo la densa capa de pintura blanca en su rostro. Quince años después, esos souvenirs personalizados aún se conservan ente las páginas de un volumen de Les fleurs du mal —antiguo y en francés, claro está— que me vendió un bouquiniste en la ribera del Sena. La rosa imaginaria y la mirada del mimo también las guardo ahí, entre párrafo y párrafo de Baudelaire, entre Remordimiento póstumo y El gato, y salen a erizar mi piel cada vez que lo abro.
La enorme basílica de travertino blanco me recibió con el abrazo de un imponente Cristo resucitado. La altura de su bóveda y la desnudez de sus muros transportan al devoto a un limbo silencioso sólo interrumpido por el tintineo metálico de unas monedas —presuntamente benditas y milagrosas— que un grupo de monjas vende a los turistas a precio de oro. A mi memoria vino, inevitable, el pasaje bíblico en que Juan describe a un furioso Nazareno clamando que la casa de su padre no es mercado.
Me despedí de la basílica que se quedó ahí, sobre la breve cima de la colina de Marte, rezumando su blancura sobre los parisienses, protegiéndolos de los males de los siglos.
En el camino de regreso, me detuve en una brasserie que me salió al paso. Ordené un croque madame y una copa de merlot; saqué mi itinerario para cerciorarme de lo que ya sabía: la siguiente parada era la tumba de Don Porfirio. Pagué la cuenta y bajé la colina en busca del cementerio de Montmartre. Mi nerviosismo crecía a medida que me acercaba, había llegado el momento de hallarme frente a los restos de aquel polifacético oaxaqueño tan ilustre y tan infame, tan prohombre y tan tirano, que un día partió de México para no volver. Derrotado y medio enloquecido, Díaz descendió del Ypiranga en suelo europeo en julio de 1911 y se avecindó en París, donde murió cuatro años después.
Pero el verano francés había logrado engañarme: aunque la puesta de sol aún se percibía lejana, eran más de las siete de la tarde y el cementerio había cerrado a las cinco. Al día siguiente subí al avión que me llevó de vuelta a casa. Durante el vuelo revisé mi libreta de viaje, las marcas con forma de palomita, como esas que ponen las maestras en las sumas bien resueltas, indicaban que logré visitar cada punto planeado en la agenda; todos menos uno: el paréntesis en tinta roja no tenía palomita, sino cruz.
Tres años pasaron hasta mi siguiente cita con la Ciudad Luz. Esta vez, mi cartera iba más desahogada, la estancia más prolongada me libraba de la prisa, y, además, no iba sola: mi acompañante, un argentino de músculos bronceados y ojos del color de la miel quemada, había hecho coincidir sus vacaciones con las mías para pasar dos semanas en el viejo continente.
Ámsterdam, Bruselas, Londres, Roma y Madrid pasaron a toda prisa bajo las suelas de nuestros Nike; lo mismo que Brujas, Gante, Múnich y Utrecht. Ambos conocíamos París, así que decidimos dejarlo como última parada. We gotta save the best for last, decíamos.
Cuando llegamos a París no teníamos energía para mantener el acelerado ritmo de nuestras andanzas y —acogiéndonos a la máxima que ordena que “a donde fueres, haz lo que vieres”— optamos por mimetizarnos con los franceses, esos peculiares seres que aman las libertades, pero más que a ellas, aman el placer. Emprendimos, entonces, un turismo de tipo sibarita: lentas caminatas, sin apremios ni agenda, y comidas de larga sobremesa en las terrazas de acera hechas para ver pasar la vida.
Nuestra última tarde en París tomamos un almuerzo de escargots à la bourguignonne y grenouilles à la provençale en una mesa de balcón en las Galeries Lafayette. De pronto, el recuerdo de un viejo pendiente vino a mi mente; reclamaba mi atención igual que los ladridos de un perro inoportuno, y yo no tuve más remedio que atenderlo para hacerlo callar. Debía ir a ver la tumba de Díaz.
Convencí a Eric —así se llamaba el argentino— de ir al cementerio de Montmartre. No fue sencillo, era un plan algo extraño para la última jornada; sin embargo, cuando le dije que los restos de Julio Cortázar estaban en el mismo camposanto, accedió. Amante, como yo, de ese mundo de cronopios y de famas, Eric pagó la cuenta y nos encaminamos hacia el metro; me sentí tranquila cuando vi que faltaban unos minutos para las cuatro de la tarde.
Bajamos en la estación Blanche y no fue necesario consultar el mapa, yo recordaba la ruta. Traspusimos la puerta de hierro del cementerio y, apenas a unos pasos de la entrada, hallamos un amigable directorio de difuntos destinado a orientar a los turistas indicándoles la sección del panteón en que descansaba el muertito famoso de su interés.
Mis ojos volaron a la letra D: Dalida, Darc, Degas, Dumas, Dux… ¿Y Díaz? Revisé de nuevo. Debía de haber un error: justo entre Degas, Edgar y Dumas, Alexandre debía estar Díaz, Porfirio; pero no estaba. ¿Y cómo le explicaba a Eric que no encontraba a Don Porfirio y que nos habíamos tomado todas esas molestias para nada? Al menos nos quedaba Cortázar, pensé. No dije nada y miré a Eric que clavaba los ojos, desconcertado, en el directorio a la altura de la letra C. Me uní a su búsqueda: Castelli, Cauvin, Clouzot, Dalida… ¡¿Y Cortázar?! Eric me miraba con esa mezcla de ira y desconcierto de quien se descubre estafado. Saqué mi teléfono celular para hacer la búsqueda en Google, debí haberlo hecho antes, pero mi certeza de que Díaz y Cortázar estaban enterrados en Montmartre era tan absoluta que ni siquiera lo consideré. Google respondió, lapidario: Montparnasse. Díaz y Cortázar estaban enterrados en el cementerio de Montparnasse.
A más de cuarenta minutos de distancia era imposible llegar hasta allá antes de que el panteón cerrara, de modo que debí volver a México, una vez más, sin haber pisado la tierra que cubre el esqueleto del dictador. Lo siento, bisabuela, le digo en mis plegarias, no he conseguido ver a los tornasolados moscardones posando sus patas sobre la lápida del infame jefe de todos los pelones, esos brutales carniceros vestidos de militares que iban de pueblo en pueblo —el tuyo, entre ellos— esparciendo pena y muerte.
Hoy, Porfirio Díaz sigue siendo para mí más villano que héroe y su vida me despierta cierta nostalgia agridulce. Su tumba se ha convertido en mi Ítaca, ese destino prometido que no engaña, pues regala al viajero la experiencia del camino andado. Rezo por no encontrarla, no todavía; y tener siempre una excusa para volver a París.
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— Porfirio Díaz Mori (@DonPorfirioDiaz) June 26, 2022