La gira de Serrat finaliza el próximo 23 de diciembre.

Serrat se canta “Las golondrinas” en un mundo raro

Con conciertos en Puebla, Guadalajara, Monterrey y Ciudad de México, el cantautor catalán puso un hasta aquí a la relación de 53 años con este país “conflictivo y desorillado”

  • Las playeras de muchos fanáticos decían: “Serrat, Gracias”. ¿Pero, gracias por qué, Joan Manuel? ¿Por tu música? ¿Por tus canciones? ¿Por tus personajes? ¿Por tus historias? ¿Por tu amor por México? ¿Por tener el vicio de cantar? ¿Por rendir homenaje a los poetas arcángeles de España: Antonio, Miguel y Rafael? ¿Por tomarte la molestia de venir a despedirte en persona, después de dos años de pandemia?

“Dale que dale, Dios, dale que dale, Serrat, hasta la perfección”. Unas diez mil almas te esperaban para cada función desde tus anteriores conciertos de 2019, en Bellas Artes, solo y con la mala compañía de Joaquín Sabina, en el Auditorio; almas que te esperaban, como dice tu canción, la que tomaste prestada de Miguel Hernández, para que las perfeccionaras. Y así empezaste, un poco tarde, te sacaron de atrás de bastidores los aplausos, y “Dale que dale, Dios”, así cantaste, como siempre, de traje y sin corbata. “Dale que dale, hasta la perfección”.

“Qué gusto que estén aquí, de modo que pueda yo acercarme a ustedes y darles las gracias, no solo por la compañía de esta noche, sino por la compañía que me han dado en tantas y tantas ocasiones a lo largo de mi vida. Es un gusto estar aquí despidiéndome personalmente, como corresponde. Pero quede claro que esta noche no va a ser mi último concierto. Queda el de mañana. No va a ser el último, al menos eso espero. Pero, en el caso, en el caso poco probable ni deseable de que no lleguemos al final del concierto, ustedes siempre podrán presumir: ‘Yo, yo estuve ahí. Yo le vi caer’. De modo que en previsión de hechos desagradables, guarden ustedes sus boletos, no se les va a devolver el importe, pero siempre podrán presumir de haber estado aquí con nosotros esta noche. Muchas gracias. Bienvenidos. Y, de nuevo, buenas noches”, se inició el diálogo Serrat-Serrat con humor negro, ingenuo.

Pero a Serrat nunca se le verá caer, sino elevarse al Cielo siempre, al Olimpo, al Valhala, en concierto, “desde el alma profunda y oscura” del mar donde duerme su primer amor, desde su alma de marinero.

Con conciertos en Puebla, Guadalajara, Monterrey y dos en Ciudad de México, durante la semana del 12 al 19 de mayo, Joan Manuel Serrat puso un hasta aquí a la relación de 53 años con este país “conflictivo y desorillado”, este mundo raro, al que había visitado, con un exilio incluido, desde 1969.

Serrat mostró en sus dos conciertos finales en el Auditorio Nacional que se puede envejecer bien, como escribió Rafael Pérez Gay. También confirmó en ambos, como me declaró Jesucristo Riquelme, quizás el máximo especialista vivo en la obra de Miguel Hernández, que gracias al cantautor catalán la poesía del pastor de Orihuela, de Antonio Machado y de Rafael Alberti no sólo no se olvidó, se popularizó.

Joan Manuel Serrat en el Auditorio Nacional. Juan Villoro, querido maestro, tocayo mío y de Serrat, recordó en su columna que el catalán nunca dejó de ser un chico del barrio de Poble Sec, que siempre tuvo la sabiduría de entender la virtud de las limitaciones, por su voz, y que tradujo a su lengua a otro poeta, uno chiapaneco, mexicano y libanés, Jaime Sabines. Y, en una frase digna de Machado, Villoro sostuvo que Serrat “se va sin irse. Su legado son sus huellas”. Serrat, que siempre ha seducido a los intelectuales.

La gira de despedida El vicio de cantar. Serrat 1965-2022, que arrancó en abril en Nueva York, llegó a la ciudad que recibió al cantante catalán por primera vez en 1969 con conciertos el miércoles 18 y el jueves 19 de mayo en el Auditorio Nacional. Ambos fueron de entrega total del público a un hombre que quería dialogar; de hecho, de las 2 horas y media que duró cada presentación, media hora fueron palabras de Serrat sin música, pero con alguna poesía; él hablaba y la audiencia respondía con aplausos.

Tu gira, Serrat, que termina en tu amada Barcelona, en el Palau Sant Jordi, el próximo 23 de diciembre, a cuatro días de tu próximo aniversario.

A tus 78 años sigues cantándole a tu niñez, aunque los recuerdos del tiempo ya asomen a tu cara, es increíble que vengas a despedirte con la misma historia de tu gato peludo, funámbulo y necio que te esperaba en los alambres del patio a la vuelta del colegio, gato que en 68 años jamás envejeció. “¿Y dónde dónde fue tu niñez?” Fue a tu música, a la fiesta de san Juan, al carrusel del furo, a tu natal Mediterráneo, a cantarle a la libertad, a las “Nanas de la cebolla”, a caminar y hacer camino al andar.

Serrat contó una historia entre cada música, buscaba una canción “y se perdió en un montón de palabras desgastadas”, en esa necesidad biológica del adiós. Tejió, como Penélope, recuerdos para ese público de tres generaciones, y en cada canción bordaba la vida y la muerte, como Merceditas, la del guardarropa, como su madre, que confeccionaba pijamas para completar el gasto mientras oía la radio.

“Voy prendido en mis canciones, como el abrojo en la memoria.  No es de Yupanqui. Es un plagio. Un plagio mío, de Yupanqui. Prendido a mis canciones, que también son suyas, de cada uno, porque ustedes las han hecho  suyas y les han dado sentido, y prendido a ellas gracias a los personajes que en ellas habitan, para ellos, para los personajes de mis canciones, toda mi gratitud y mi reconocimiento.

“Los personajes no son ni de verdad ni de mentira, transitan en un limbo de emociones, entre la realidad y la fantasía, cualquiera diría que nos tenemos un arraigo mis personajes y yo, pero les confieso que apenas les conozco, no sé de ellos más que lo que les he contado a ustedes y alguna cosa más. Por ejemplo, aquella mujer que quiero, ‘La mujer que yo quiero’, que recuerdo que yo quería o que yo quise, no se purificaba con agua bendita, es mentira, se purificaba con ginebra, como la reina de Inglaterra –hombre, yo creo que ya está muy bajo su dosis de ginebra, lo cual lamento profundamente.

“Si les digo que ‘No hago otra cosa que pensar en ti’, eso es verdad, sin exagerar, en su justa medida. Y si les digo que nunca he abusado de ninguna mujer ‘De cartón piedra’, es verdad. Jamás se me ocurriría una torpeza así. Por el momento. Tal vez algún día salga en el ¡Alarma! –¿Se publica el ¡Alarma! todavía?– ‘Cantautor de éxito descubierto abusando de una mujer de cartón piedra’. Desagradable final de carrera. Por eso he decidido, antes de que las cosas puedan suceder de este modo, despedirme con dignidad. Otra cosa: jamás existió el tablado ese de lacio. Ni Merceditas tampoco, ni el Curro del romance ese. No existieron. Bueno, si existieron no llegué a saber nada de su relación, pero los junté, los junté y los hice vivir en una historia de amor absolutamente imposible”. Serrat y su humor fúnebre.

Así insistías, Serrat, con que te ibas, con que te despedías, con algo que no te atrevías a nombrar pero que disfrazabas con tus canciones, con tu nostalgia, con tus recuerdos, con esos recuerdos de cosas que no has vivido y por eso son mejores. Por eso cantabas “La vida y la muerte / bordada en la boca / tenía Merceditas / la del guardarropa”, mientras tus fans jugaban a decepcionarse por tus falsas Confesiones.

“Hace más de medio siglo, que la ‘Señora’ y yo nos conocemos. Y, fíjense, no sé cómo se llama. No tengo ni idea de su nombre. Yo siempre la llamé así: ‘Señora por aquí, Señora por allá, ¿qué tal, Señora?’ Pero nos ha ido bien así, bueno, a ella le ha ido bien porque a mí se me ha caído el pelo, tengo las rodillas hechas polvo, y ella, en cambio, sigue teniendo los maravillosos 40 años. Los personajes no envejecen. Romeo y Julieta, sin ir más lejos, mantienen una historia de amor de 400 años y siguen siendo un par de magníficos adolescentes enamorados”. En tu adiós, la Señora parecía ya tener nombre.

Si tus personajes no envejecen, Serrat, Serrat es tu personaje. Si ya se le cayó el cabello, si ya tiene las rodillas hechas polvo, si quizás su rostro es pura nostalgia, a cambio su voz, como el río de Heráclito, es la misma y es otra, es la que Ana mi hermana oía de adolescente en los 70 cuando tuvo su primer novio, ese que regaló a mi madre el álbum con “Señora” para que lo aceptara; mi hermana, que 15 años después fue asesinada en Miami en vísperas de su boda y nunca pudimos velarla porque no pudimos reencontrarla. Es la voz que canta su amor al “Mediterráneo” que canta mi amigo David siempre que está borracho, que es casi siempre, y que él culpa de ello a que, a diferencia de ti, qué le va a hacer “si yo no nací en el Mediterráneo”, y que ya no irá al Mediterráneo porque lo siente a través de ti, Serrat, que llevas su luz y su olor por donde quiera que vayas, ese mar como una mujer perfumadita de brea.

Tu primer aplauso de pie, largo, empezó con las nanas de Miguel Hernández, sonó más fuerte aún cuando siguió otro de tus homenajes al poeta “cara de papá recién desenterrada (Neruda dixit en su descripción telúrica del de Orihuela)”, “Para la libertad”, en un escenario que desplegaba murales sociales y políticos de Banksy, mezclados con el rostro de la Cosette del póster del musical Los miserables, parodia de la obra maestra de Víctor Hugo.

“Dale que dale”, “Mi niñez”, “El carrusel del furo”, “Romance de Curro El Palmo”, “Señora”, “Lucía”, “No hago otra cosa que pensar en ti”, “Algo personal”, “Nanas de la cebolla”, “Para la libertad”, “Cançó de bressol (Canción de cuna)”, “Hoy por ti, mañana por mí”, “Es caprichoso el azar”, “Hoy puede ser un gran día”, “Los recuerdos”, “Tu nombre me sabe a hierba”, “Aquellas pequeñas cosas”, Mediterráneo”, “Pare (Padre)”, “Cantares”, “De vez en cuando la vida”, “Fiesta”, “Un mundo raro”, “Las golondrinas” y “Penélope”.

Veinticinco canciones de una carrera que es ya la de un maratonista que el año próximo cumplirá 80 años.

También te diste el lujo de corregir literalmente en público a todos los eruditos del idioma español.

“Según el Diccionario de la Real Academia Española de la lengua, una canción es ‘una composición musical con letra para ser cantada’. La verdad que los académicos no se la rompieron mucho. Porque los autores, por lo regular, nos esforzamos un poco más para construir con palabras y con músicas historias en las que contamos nuestras emociones, con mayor o con menor fortuna, no basta un simple tuturututú. Y a veces el esfuerzo, como por milagro, se ve mágicamente recompensado, y aparecen historias que se nos pegan en la entretela del alma, por los siglos de los siglos, como diría el gran pensador Mario Moreno Cantinflas: ‘Ahí está el detalle’. Y el detalle está ahí, en que una canción sea como un café con leche, una vez cantar la letra y la música juntas nunca más podrán volver a separarse. Y, entonces, es cuando la música habla y la letra canta. Vaya aquí mi gratitud con todos los autores que han enriquecido el mundo de nuestras fantasías y que nos han hecho cantar en los baños”.

Recordaste la infamia del innombrable franquismo contra Miguel Hernández, que nació pastor de cabras en 1910 “y murió en la cárcel de Alicante en 1942, ochenta años se cumplen de la infamia”. Recordaste que el autor de El rayo que no cesa fue un hombre comprometido con su tiempo y su gente, un hombre sensible y sencillo que amaba por encima de cualquier cosa la libertad y la vida, y recibiste aplausos. Recordaste por qué escribió Nanas de las cebollas y cómo Alberto Cortés te regaló la música. Recordaste a Alberto Cortés que murió hace poco y lo sientes compartiendo su canción en el escenario.

“Dijo Pablo Neruda que recordar a Miguel Hernández, que desapareció en la oscuridad, y recordarlo hoy, a plena luz, es un deber de España, es un deber de la humanidad, es un deber del mundo”.

Cumpliste con tu deber, Serrat.

Recordaste tu barrio en Barcelona donde aprendiste casi todo lo que sabes, lo bueno y lo malo, ese barrio oscuro donde tu padre era fontanero anarquista y tu madre se dedicaba a eso “que eufemísticamente se llama sus labores”, trabajar como burra, cuidar hijos, asear la casa, confeccionar pijamas, tu madre que soñaba con ser ballerina y maestra, y a la que dedicaste la canción de cuna en catalán que te cantaba.

Celebraste a los amigos, aunque por una lamentable omisión no cantaste a “Las malas compañías”, preferiste darle al público la esperanza y cantar con un soldado del amor “Hoy puede ser un gran día”.

“Una de las maravillas que me regaló este oficio son los amigos. Y esta noche quiero presumir de uno de mis amigos. Quiero invitar al escenario a mi querido amigo Manuel Mijares”. La algarabía general.

Recordaste qué son los recuerdos, con la frase que le intervino Gabriel García Márquez a Ramón María Valle-Inclán en su libro de memorias Vivir para contarla y que Serrat le intervino a Gabo y que ya nadie recuerda que es de Valle-Inclán: “Las cosas no son como las vivimos, sino como las recordamos”.

“De eso están hechos los recuerdos, de memoria y de fantasía, de inventos y de recuerdos. Pero ni nuestra memoria es tan fiable ni los recuerdos son tan sinceros. Recordar viene del latín: recordis, volver a pasar por el corazón. Nuestros antepasados creían que la memoria y las emociones residían en el corazón. Pero, como dijo nuestro querido Gabo: ‘La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla’. Sólo hace falta escuchar a una pareja explicando en una conversación entre amigos algo vivido en común; no dejarán de corregirse el uno al otro constantemente. La realidad ¿saben? es mucho mejor cuando se imagina”. Serrat imaginando la ficción.

Quisiste terminar el concierto con una “Fiesta”, bacanal en donde todos comparten su pan, su mujer y su gabán para cerrar: “Se acabó. El sol nos dice que llegó el final / Por una noche se olvidó que cada uno es cada cual / Vamos bajando la cuesta / que arriba en mi calle se acabó la fiesta”. No te dejamos.

Ya te ibas una primera vez pero la gente, el público sanguinario que no respetaba tus canas, quería más sangre, esa sangre vital que en una transfusión metafísica alimentaba sus almas con tus canciones. Te regresaste para recordar que todos esos que en el Auditorio te amaban no te iban a destruir, regresaste una primera vez para rendir homenaje a una de las figuras clave de este territorio “desorillado y conflictivo”, como llamaste a México, este mundo raro donde se ocultan las lágrimas y se triunfa en el amor.

“Una buena forma de darles las gracias, y como diría yo, y de echar para afuera una cantidad de sentimientos que tantos años he tenido la suerte de compartirles, es cantar una canción, con el debido respeto, obra de uno de los mejores cantautores que ha dado la curia mexicana que es José Alfredo Jiménez, y con todo respeto ahí va: ‘Un mundo raro’”. Serrat, que tampoco canta mal las rancheras.

“Cuando te hablen de amor / y de ilusiones. / Y te ofrezcan un sol y un cielo entero / Si te acuerdas de mí, / no me menciones / porque vas a sentir amor del bueno”. Y ciertamente todos los que te han escuchado en México desde tu primer concierto en Bellas Artes han sentido eso: “amor del bueno”.

“Y si quieren saber / de mi pasado / es preciso decir / otra mentira. / Les diré que llegué / de un mundo raro, / que no sé del dolor, / que triunfé en el amor / y que nunca he llorado”. Sí, era preciso una mentira.

Desataste la rechifla contra el carnicero Gustavo Díaz Ordaz al mentarlo. Pero le reprochaste la hipocresía del respetable, que también hoy calla ante los feminicidios, la violencia, las desapariciones.

“Llegué a México por primera vez, y creo que fue la única vez, porque fue un amor con otro amor, el mismo amor, y siempre amor. Llegué en el año 1969 (chiflidos ) –por favor, ya no chiflen porque ya no vale la pena–; era presidente Díaz Ordaz (rechifla) –¿Qué vienen a chiflarle ahora? Antes era que había que haber hecho cosas, ahora ya para qué, ahora píquenselo–. Era presidente aquel señor y aun las hogueras de Tlatelolco seguían encendidas. Y México se preparaba para un mundial de futbol. Yo llegué creo que en octubre más o menos, y recuerdo con gran cariño mi primer concierto en Bellas Artes, que fue poco después de haber aterrizado. Pero, sin duda, lo que recuerdo con más emoción es el encuentro musical, de corazón, que tuve con la gente de la UNAM en el auditorio Justo Sierra”.

Y tú mismo, para volverte a despedir, te cantaste Las golondrinas, esa composición que se lleva volando los adioses de Narciso Serradell que dicen que pidió Maximiliano de Habsburgo como última voluntad frente al pelotón de fusilamiento.

Recordaste que tus lecturas de cabecera eran de un tal Juan Rulfo y un tal Rius, Eduardo del Río. Dijiste que te ibas, pero varios minutos de aplausos del sanguinario te regresaron de las sombras en las que habías desaparecido. Volviste con tus músicos. Ofreciste cantar peticiones, te pidieron una: “Penélope”.

Homero y el personaje más triste en la Odisea volvieron a esa estación de tren, con su bolso de piel marrón, y sus  zapatos de tacón, y su vestido de domingo. Y nos paró nuestro reloj infantil. Otra canción sobre el adiós, sobre el tiempo que se disfraza de canas y nos marchita hasta la última flor.

Joan Manuel Serrat en el Auditorio Nacional. Serrat elevó a rango Pensador a Mario Moreno Cantinflas, recordó la frase que Gabriel García Márquez retomó de Valle-Inclán, hizo su deber de español y humano al sacar de la oscuridad a Miguel Hernández, citó a Pablo Neruda, cantó a Antonio Machado. Entre tantos poetas sólo le faltó el Rafael Alberti de “La Paloma”. Y pontificó sobre cambio climático y el legado podrido que dejará la humanidad a sus hijos, a esos hijos a los que desde el inicio de la humanidad les han dejado un legado podrido sus padres, y deseó un futuro “reencuentro sin tapabocas con el público, en alguna galaxia o en algún cielo donde la palabra ‘mañana’ sea sinónimo de vida”, en una despedida que ya no era de adiós, sino un hasta luego. Porque nadie, ni un alma perfeccionada en el Auditorio, quería que te despidieras.

“Dale que dale, Dios”, Dale que dale, Serrat, hasta la perfección. Con todo y que seguiste sin nombrar a la Señora, a esa Señora ahora que nos persigue desde el nacimiento a todos y que nos abre la puerta de la última casa, ya no te quedaban otros conciertos en México, y repetiste al público que no te iba a destruir con aplausos y que evidentemente te emocionaban como ese gato funámbulo de tus diez años.

Y finalmente te despediste como los músicos del Titánic:

“Muchas gracias. Ha sido un placer haberlos conocido”.

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