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Studio 54, la Gomorra de los años 70

En el club nocturno se podía ser el Rey o la Reina toda la noche si tu look lograba convencer los amanerados gustos de Rubell, uno de los socios

A principios de 1980 el FBI ya tenía sus narices dentro del Studio 54, club nocturno abierto tres años antes por Ian Schrager y Steve Rubell, quien vivía la vida loca como socialité de las fiestas nocturnas. Su socio, en cambio, era más discreto y se dedicaba de lleno a los números y a administrar el negocio. Ambos veían la forma de hacerse de una cuantiosa cantidad de dinero ilícito que superara todas las expectativas monetarias de la mafia más prestigiada de la época.

El club había ganado 7 millones de dólares en su primer año y así fueron aumentando los ingresos en años posteriores. La legalidad nunca fue prioridad en el club, no tenían permiso de obras ni licencia para vender alcohol, se movían en ese farandulesco negocio con permisos temporales y sobornos.

Así que cuando el agua ya les llegaba al cuello recurrían a los servicios del abogado y mentor de Donald Trump, al picapleitos y personificación del mal para muchos, Roy Cohn, quien además era cliente frecuente al club obsequiado a discreción por la dama blanca. Lograrían formar parte de su espectacular Rodolex en su corte, junto con la agencia de modelos Ford, Aristoteles Onasis, Fred Trump (padre de Donald), la Arquidiócesis de Nueva York y la plana mayor de las familias Gambino, Salerno y Galante. A todos litigaba Roy, quien reunía todos los requisitos para ser un abogado modelo: era duro, cruel, leal, vil y brillante.

Conocido por sus métodos polémicos, en una ocasión entró en la habitación del hospital donde agonizaba el multimillonario Lewis Rosentiel, tomó su mano y puso un bolígrafo para que firmara un nuevo testamento en el que así se convirtió, junto con la nieta del moribundo, Cathy Frank, en los únicos herederos, pero por ese episodio perdió la licencia. Sus artimañas como litigante del Studio 54 sólo consiguieron enfurecer más a la policía.

Otro asiduo al Studio 54 era Andy Warhol. Cada fin de semana estaba ahí acompañado de alguna hermosa modelo o de algún rock star, como David Bowie o John Lennon, y después de un par de Absolut sentenciaba que “en el futuro cada persona podrá tener sus quince minutos de fama”, pero en el club nocturno Studio 54 se podía ser el Rey o la Reyna toda la noche si tu look lograba convencer los amanerados gustos de Rubell, quien sumergido en un estrafalario abrigo de mink, con los bolsillos laterales llenos de las más codiciadas drogas de moda y dentro de las solapas más dinero que un cajero automático, se plantaba en la entrada detrás de la cinta de terciopelo rojo con dramático despotismo decidiendo quién estaba a la altura para formar el prêt-à-porter de su fiesta esa noche.

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Studio 54. Ilustración: Manjarrez

Mientras, el estribillo del disco Freak Out se convertía en lo que en verdad fue, un lastimero y clamoroso fuck off de los que no lograban entrar a la fiesta esa noche.

Sobre el centro de la pista giraba majestuosa la bola de espejos que reflejaba en su caleidoscopio a despreocupados senadores, famosos de blanquísimas sonrisas, la plana mayor del Jet Set y ejecutivos de altísimo nivel del gobierno esnifando cocaína en los sótanos, el lugar más exclusivo de todo Nueva York durante décadas, llamado también salón infernal de los placeres prohibidos, donde se llevaba a cabo una onanista competencia de fluidos corporales que consistía en que quien los expulsara más lejos ganaba un viaje todo pagado a San Bartolomé.

Rock stars y travestis metiéndose Poppers desenfadadamente en los baños mientras era penetrados por algún macho man, ante la impaciente fila de queers esperando turno y en los altavoces Donna Summer hacía llorar a la blanca cocaína al susurrante ritmo de “Last Dance”. Halston metiéndose pastas de quaaluds y luciendo ese ajustado traje del frenesí en la democrática pista de baile mientras era devorado por los inmensos ojos de Liza Minnelli.

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Los meseros estaban embutidos en diminutos shorts como única vestimenta ante el manoseo de los clientes, a los que ellos correspondían metiéndoles mano. Subían y bajaban presurosos de la sala de goma, una habitación en la planta alta completamente forrada de rojo vinil, desde el techo hasta los pisos, para poder ser limpiados con facilidad de cualquier fluido al día siguiente. Con almohadones rubber, una exuberante modelo tenía sexo con seis hombres de negocios simultáneamente ante los estupefactos ojos de un adolescente y azorado Donald Trump.

Sobre la pista de baile Rod Stewart deambulaba de la mano de su novia, la actriz y modelo estadunidense Alana Hamilton, al igual que Mick Jagger con su esposa Bianca. Los cantantes sucumbían con gusto culposo ante la carismática purpurina disco en los bigotes de los Village People:

I gotta be / a macho man, / yeah”.

La efervescencia de una Gomorra de los setenta engullía a niñas como Drew Barrymore, de ocho años, o Brooke Shields de catorce, quienes con trago en mano, ante una mezcla de asombro y placer, veían contonearse caderas en plena cara del más pequeño de los Jackson Five. La epidermis se erizaba al menor contacto funky y un “¿crees que soy sexy?” brotaba como una torpe flor de los gordos labios de la sensual modelo y amante de diecisiete años de Woody Allen en Manhattan, Mariel Hemingway, mientras Rod Stewart bailaba al ritmo de la frase y más tarde compondrá, con la ayuda de una caja de ritmos, esa celebre canción.

Con cámara en mano, Andy Warhol no sabía qué tomar de esa avalancha de estrambóticas imágenes que se aglomeraban en su cabeza dentro de esa peluca de muñeca despeinada… y fracasaba con estupor.

“Burn, baby, burn! Disco inferno!

Y ahí estaba la plana mayor de las espectaculares fiestas de Carmen D’Alessio, celebridades como Cher, Truman Capote, Salvador Dalí, Calvin Klein, Yves Sain-Laurent, Diana Ross, John Travolta, Sylvester Stallone, Elizabeth Taylor o Lou Reed compartiendo con gente meticulosamente seleccionada para esa noche, luciendo sus mejores ropas, zapatos caros y algún toque excéntrico bajo esa suave lluvia disco, con un beat que sacudía todas las inhibiciones. Rubell, con una sonrisa Colgate, amplia y trabada como esas que tienen los adictos a la coca, encandilando y codeándose con toda la crema y nata del momento.

Calvin Klein irrumpía en las tornamesas con vinilos y diseños únicos en las mezclas ante un señudo disc-jockey que era el sacerdote de ese ceremonial, decidiendo qué se debía sentir.

Grace Jones cantaba su versión de “La vida en rosa” y se bajaba la blusa, dejando al descubierto sus pechos apuntando al público con un arma cargada. En un ambiente con aroma a Popper una parvada de globos rojos caía suavemente sobre una torva de transexuales en el cabaret de sus pecados mientras aspiraban coca con toda la gula de que son capaces de contener sus hedonistas zapatos de tacón.

Warhol logró por fin presionar el botón del obturador.

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Halston, Bianca Jagger, Andy Warhol y Liza Minelli en el Studio 54, New York.

Al sentir el flash, Grace presionó sin querer el sensible gatillo, matando en el acto a un caballo blanco. ¿Y qué hacía un caballo blanco en una fiesta de esa magnitud? Había sido un regalo de Rubell, el carismático socio del lugar, a Bianca Jagger con motivo de su cumpleaños. Un elefante, un par de vacas, leopardos y leones tambien se pasearon por esa pista de dance.

Con sus grandes tetas, Dolly Parton se abrió paso hasta el lugar del incidente y en un arrebato besó al blanco corcel segundos antes de que exhalara su última bocanada de vida. Tal escándalo de inmediato atrajo a una patrulla de la que bajaron dos policías. Como comentamos, Schrager, quien era el segundo de a bordo y el estratega que se manejaba de bajo perfil, resolviendo todos los problemas legales e ilegales, mandó a llamar al joven Chris Scheer.

Era un joven de ojos inquietos y risos dorados, menudo y de andar irritante, con el culo apretadito, derechito como maniquí, ingeniero trunco. Había trabajado todas las posiciones en el club, desde cadenero, donde lo relegaron a mesero por aceptar sobornos y drogas de los clientes para dejarlos entrar, hasta mesero obligado a ponerse el diminuto short que le estrangulaba los testículos, humillado por los constantes toqueteos de un retorcido Roy Cohn en el paroxismo de su éxtasis discotequero. Pero además había sido el que cargaba los pesados libros de contabilidad de Schrager. Como era de ojos curiosos, sabía todas las transas del jefe, su método de desvíos por excelencia, el “cash-in, cash-out and skim”, bautizado así por el propio Steve, consistente en apartar un dinero sin contabilizar, canalizado directamente a las arcas de los dos socios.

El tema es que harto de los malos tratos y la paga que era una bicoca, esa misma noche Chris había planeado robar el lugar con la complicidad de su novio, a quien le hizo un croquis a la perfección de los ductos del aire acondicionado para que pudiera llegar hasta los falsos techos de la oficina de Schrager, donde guardaba el dinero sin declarar en bolsas negras de basura.

Ian había llamado y designado a Chris, decíamos, para que se hiciera pasar por el gerente general del club y se sacrificara en su nombre esa noche del caballo y, según el propio Rubell, más tarde sería recompensado por evitar que el escándalo atrajera a los federales.

Ingenuo, Chris pensó que la cosa acabaría ahí y que sólo iría a dar su falso testimonio y regresaría presuroso para abrirle la escotilla a su novio y poder salir con los fajos de dinero hacia algún paradisiaco lugar, a vivir con su pareja como reinas por el resto de sus días. La triste realidad fue que pasó tres días encerrado en los separos de la comisaría por las sustancias ilegales halladas y la muerte de un caballo por un disparo de arma en el lugar, hasta que sus jefes se acordaran que estaba detenido y lo sacaran de ahí.

A los tres días, sin embargo, ya olía a gato muerto por los ductos de aire acondicionado. El novio murió asfixiado ya que Chris nunca pudo llegar a tiempo para sacarlo. Los federales hicieron una redada descubriendo las bolsas de efectivo y los libros alterados de contabilidad gracias a los testimonios del empleado y al croquis que les hizo, dolido y resentido por la muerte de su novio.

Una noche antes de que ese matrimonio de socios fundadores del Studio 54 entrara a prisión por evasión de impuestos, se celebró la última fiesta de despedida y Diana Ross fue abucheada por un público un poco más moderno. Rubell, un fan que siempre traía los éxitos de la negra en su auto, salió al rescate y cantó a su manera con un sombrero que le quedaba un poco grande, obsequio de Frank Sinatra.

Parecía que no había tregua para ese bacanal hasta que un día la fiebre del sida trepó por las largas piernas en una falda muy corta del Studio 54. Gays, trans y asiduos a esa Gomorra del placer sucumbieron ante ese monstruo de mil cabezas llamado VIH. El propio Rubell, declarado abiertamente homosexual, y su litigante del mal Roy Cohn, quien nunca salió del clóset, tampoco pudieron ganar esa demanda mortal.

“You can ring my bell, anytime, anyway
(Ring it, ring it, ring it, ring it ahh!)”

En febrero de 1980 Studio 54 cerró sus escandalosas piernas para siempre. Y la inmensa bola de espejos que otrora girara majestuosa y orgullosa reflejando todos los vicios de la época, quedó atrapada en el tiempo y la nostalgia como una anciana y deschabetada Disco Sally.studio 54

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