amar

CUENTO | Amar la piel

La traición del amor de su vida con su mejor amiga llevó a Lucía a la locura, fue cuando aparecieron las voces con crueles promesas y una exigencia

Lucía, como muchos antes, pensó que estaba viviendo una historia de amor. La primera vez que vio a José, él estaba por comprar fruta en las afueras del Metro y mientras hacían la fila se vio conmovida por el seco aire de soledad en los ojos de ese muchacho. Prendada, día tras día volvió al lugar para encontrarlo sin importar el calor de abril.

No podía esperar a contárselo a Maya, ella compartirá mi emoción, se dijo. Sin embargo, sólo halló desaliento en su confidente. Estás loquita, deja de soñar, le advirtió, si vas así enamorándote de cualquier tipo vas a quedar más loca y sola.

El viernes él no estuvo en la fila del puesto. Ella dio tiempo a que apareciera, pidió su fruta y la pagó en silencio. Pasaron los minutos, sumaron una hora, y mejor siguió su camino con la esperanza de verlo de nuevo al otro día, tal vez pasando el fin de semana. Mientras daba pasos hacia los andenes pensaba y repensaba. Maya tiene razón, estoy loca emocionándome así.

Quizá era hora de escuchar los mejores consejos de su amiga y tomarle la palabra a Esteban de la oficina, que aún casado se ofrecía a pagar la renta, o tal vez darle el sí al insistente Fernando del área de sistemas. Durante dos días tuvo ganas de llorar.

El lunes iba decidida a olvidar a ese hombre con el que nunca había hablado. Dejó pasar el autobús exprés para dirigir sus pasos hacia la estación del Metro, aunque llegara tarde a trabajar, cedió a la tentación de esperarlo. Qué mensa, se reprochó mientras caminaba. Sí estoy loquita, remachó la idea al pararse frente a la fruta y su nube de abejas. Una ráfaga de viento causó el encuentro, porque una de las mechas de su cabello se alzó para dar contra la nariz de José, quien esperaba turno atrás de ella.

Te voy a contagiar el cabello, bromeó sin gracia alguna el galán desaparecido, con voz gangosa, mientras espantaba abejas. Lucía volteó y estuvieron de frente. Al verlo revolotearon aves canoras en su pecho. Se presentó tarde al trabajo con sonrisa. Quedaron de verse para tomar algo juntos.

Un toque de manos disfrazado de accidente desencadenó el incendio. Luego de tomarse un café ardieron hasta que las llamas abrieron un periodo de caricias indiscretas y prohibidas. Después hubo pláticas, abrazos, se besaron, se confesaron perdidos el uno por el otro. Unas semanas después susurraron un te quiero antes de quedarse dormidos. En dos meses ella se mudó con él.

Sin embargo, los amantes ignoraban que la alegría atrae todo tipo de miradas. La admiración torcida engendra envidia, se alumbra la vileza, aparece el odio. Maya la confidente conoció la mezquindad de su corazón, abominó las sonrisas, los pestañeos cómplices, los planes de por vida. Detestó. Urdió la separación. Pero eso no bastaba para satisfacerla, deseaba aplastarla, que sintiera su infierno.

La maldad estaba ahí antes que las piedras talladas, los árboles, los jirones y todas las cosas viejas que ahora la guardan. Maya escogió. Preguntó a las piedras talladas, los árboles, los jirones y a todas las cosas viejas cómo obtener su cometido. Encontró respuestas, puso en marcha los consejos y los conjugó con los dictados de sus instintos.

Así lo hizo. Mientras Lucía salió a comer, la malqueriente borró de la computadora un segmento de los informes, desprendió con delicadeza las hojas de los archivos impresos donde se podían encontrar los datos contables. Por semanas repitió la operación mientras llegaba el día de la revisión trimestral sin un ápice de culpa ni un intersticio para la cordura. No hubo placer en el proceso sino una tensión que le vibraba en la garganta, porque la siguiente fase consistía en eliminar las huellas electrónicas de la traición, lo que sólo iba a lograr con un trueque de carne con quien podía efectuar la maniobra digital, Fernando. Y lo hizo rabiosamente, de pie contra la puerta de una oficina, afinando su odio hacia Lucía a cada embate del hombre. Guardó el asco para escupirlo a su tiempo.

El último paso lo dio antes de lo previsto, no porque apresurara las circunstancias sino porque adelantaron el reporte contable de la oficina para organizar el próximo recorte de personal, el dueño lo había dispuesto así y de escritorios e impresoras aparecieron las cifras incompletas. Hojas de cada libro desaparecidas, balances que no cuadraban, la sospecha de un fraude se cernía sobre Lucía y su sonrisa comenzó a menguar tras largas horas extra intentando comprobar su trabajo y, finalmente, su inocencia. Además, las insinuaciones de Esteban se revolucionaron, los comentarios de mal gusto que profería el hombre casado se convirtieron en persecución instigada.

Las jornadas de desespero brindaron terreno fértil para la insidia. Mientras Lucía se quedaba en la oficina, Maya acechaba en el quicio de la puerta, esperaba desde ahí la desazón de José porque su mujer no llegaría, otra vez, a tiempo a casa. Enfado y frustración se enraizaron en el joven, la felicidad se vio empañada por el trabajo que ahora se comía los fines de semana, sin dormir, sin parar, sin amar. José la acusó de fría, ella no pudo refrenar el llanto. El último día que él intentó ir por ella a la oficina ni siquiera alcanzó su destino, primero encontró a Maya.

Al finalizar el trimestre la tormenta se hizo presente entre la indiferencia y los celos de José: él le preguntó si andaba con Esteban. Las explicaciones no bastaron, José manoteaba al aire y el aspaviento se transformó en insulto. Exigía saber cuántas veces y dónde lo habían engañado. Lucía temblaba de rabia, pero se salió de la casa, ya iba tarde para presentar los reportes, lo que rescató de los reportes.

Ni siquiera la dejaron entrar. Un hombre corpulento de rostro frío la escoltó a la oficina de recursos humanos. Por segunda vez en el día fue injuriada, ahora una mujer amagaba con denunciarla ante las autoridades por fraude, con boletinarla para que nadie la volviera a contratar y acabar con su carrera si no firmaba la renuncia. En ese trozo de papel se fueron siete años de antigüedad sin derecho a liquidación ni al recuerdo.

El peor error, pensó mucho tiempo después Lucía, fue no darse cuenta de dónde se había metido su confidente. Quiso llamarla para desahogar las ya varias calamidades sufridas cuando no eran ni las diez de la mañana. Tardó más de cinco timbrazos en contestar. Por fin se escuchó una risa ahogada del otro lado que luego se volvió un pero qué milagro. Se había tomado el día, así que no estaba cerca para ofrecerle su hombro, en compensación iría hasta la casa de su amiga, ahí se verían, le pidió que la esperara, pero cuando Lucía regresó a su hogar vio cómo José luchaba por abatir el broche del sostén de Maya, quien al percatarse de la tercera en la sala clavó la mirada en el suelo y dijo con tono chillón no quería que te enteraras así.

Veinticuatro horas después, Lucía marchaba por la calle, camino al Metro, sin destino fijo. Sentía adormecida la cara, por eso no lloraba. El hambre desapareció un día antes, sin embargo, se forzó a comer, por lo que al llegar a la estación se paró frente al puesto de fruta. Trozo a trozo, la sandía salada pasó por su garganta. Estuvo sentada sobre maletas como en una tumba. Cayó la noche, su único deseo era quedarse ahí, inmóvil, pero si hacía eso no sobreviviría. Bajó a los andenes, afortunadamente el convoy arribó a las vías poco antes que ella. Si no, quién sabe.infidelidad

***

Algo más que dolor, frío, ardor en la piel, los ojos, el cuello tirando del alma. Labios resecos, boca mojada en aguardiente barato, faringe agrietada y el recuerdo de algo que parecía la felicidad. Sí, Lucía también pensó en perdonarlo sólo para volver a sentirse una persona normal, sin embargo esos tiempos se extinguieron, ahora debía desenredarse los escalofríos.

Lucía se quedaba en un cuartucho de azotea con la condición de que saldara la renta cuando tuviera dinero. Ella había acudido a su tía y ésta le consiguió una habitación en los altos del mercado donde vendía hierbas. Debido a las enormes rejas forradas de rafia ahí no entraba el sol.

Las sombras reinaban de la puerta al baño y de pared a pared. Los varios espejos que colgaban de clavos oxidados no emitían luz ni brillo aunque encendiera el único foco con el que contaba el lugar. Lucía se quedaba muchas horas debajo de las raídas cobijas prestadas, húmedas de sudor, apestando a alcohol, con la boca abierta todo el tiempo como si la hubieran espantado.

El día que su tía quemó copal en el techo del edificio, comenzó a escuchar susurros. Al principio pensó que alguien estaba afuera de su puerta, pero no quiso levantarse a ver si un intruso la amenazaba. Luego sospechó que ya había perdido la razón, la profecía de Maya estaba completa, despertó sola y loca. Poco a poco fueron aclarándose las voces hasta formar palabras que hilaron oraciones definidas llenas de crueles promesas y una exigencia: escoge, Lucía, escoge.

—Yo sé matar —repetía un chillido y se ahogaba antes de desaparecer para dar lugar a otra frase y a varias más que emergieron de los espejos como vaho negro.

—Secaré su vientre con tierra de camposanto.

—Sus hijos, tomaré a sus hijos, morirán en el canal.

—Me arrancaron la piel, yo iba a casarme, soy toda dolor.

Lucía dudó de nuevo. Había consumido aguardiente de diez pesos por semanas enteras, sus manos temblaban, pero si algo era real en ese coro lúgubre que escuchaba, no tenía nada que perder. Sus labios se retorcieron hasta lograr una mueca parecida a sonrisa. “Escojo la piel”, pronunció con voz seca. Hubo silencio, durante varias noches pudo dormir en calma, luego despertó de mañana con los espejos reflejando su imagen y en el cuarto flotaba aire limpio. Instintivamente, se dirigió a la regadera, el agua corrió por su piel lavando suciedad y cuarenta días de llanto distribuidos por su cuerpo.

Ropa limpia y cara fresca, bajó al mercado. Caminó por la nave principal sin detenerse hasta encontrar los cortes de carne. Algunos dirían que se guió por el olor, ella sabe que la atrajo el sonido de los cuchillos. Se paró frente a don Rosendo sin perder la sonrisa incluso cuando las gotas de sangre de puerco saltaron a su rostro desde el viejo cortante que usaba para trozar la carne. El hombre la vio, supo que la joven no se iba a mover del lugar hasta que la tomara como aprendiz de matarife, reconocía ese tipo de mirada, además, aguantaba el asco. Te quedas atrás de mí para que vayas viendo, ¿está bueno?, le ordenó y ella obedeció. Ponte el delantal y abusada, chamaca.

Escuchó de nuevo la voz, mas no tuvo miedo. Le fue revelada una historia mientras veía al maestro desprender piel, sacar retazos del tronco mil veces empapado en humores animales. Mi padre me llamaba renuevo de Luna y me despidió con cara triste el día que fui a casarme, su corazón se apesadumbró pero cumplió su palabra de sellar la paz con mi matrimonio. Apenas crucé las fronteras del señorío, ellos degollaron a doncellas y sirvientas, caminé pies sangrantes por la tierra.

Para Lucía el aprendizaje y la narración se fundían en un trance denso rodeado de fantasmas. Don Rosendo impartía cátedra con el cuchillo de hoja curva que deslizaba sin titubeos, luego le mostraba cómo debía quedar.

Mis lágrimas salaron el camino, y cuando pedí agua cercenaron mi lengua y la tiraron a los perros. Llegamos a un paraje triste de zacate amarillo, donde arrancaron mis ropas, pintaron sobre mí, se burlaron, danzaron. Supliqué al Sol que apareciera, pero nada respondió. Me tomaron por piernas y brazos.

Día a día, semana a semana, meses pasaron y Lucía consiguió colgarse el delantal, empuñar los filos con firmeza digna de mayor veteranía, filetear, trozar, desmenuzar, sobre todo, se hizo experta en una cosa, como si hubiera nacido para ello. ¿Y los huesos, qué se podría hacer con los huesos además de caldo? Encontró que tres pasillos a la izquierda asomaba el letrero de una tlapalería donde vendían ácido muriático y rentaban tambos además del espacio en la bodega interna del mercado para dejar ahí cualquier cosa durante un tiempo.

Comenzaron por los dedos, desgarrando hasta las muñecas. Les importaba más mi pecho y cara para formar un traje conmigo. Siempre estuve despierta, incluso cuando desprendieron la última parte de la espalda. Dejaron que muriera ardiendo, descubierta, pegada al zacate, intentando arrastrarme. Yo era el renuevo de Luna de mi padre y lo único que encontró de mi fue la zalea que hicieron para danzar a sus dioses.

Lucía se sintió triste. Mientras afilaba las hojas soltó delicados hilos salobres que pronto fueron sollozo para convertirse en desconsuelo. Esa mujer que le hablaba se llamaba Yectli y Lucía lloró por las dos.

Regálame un jirón de ti, luego te enseñaré lo que yo aprendí del señor sin piel cuando me recibió en la morada negra. El dolor de la carne sin fin se llama con unas palabras soltadas hacia el este al amanecer. Yo sé qué decir para que tu enemiga sea entregada todas las noches al descarnado, en su reino una y otra vez será pasada por cuchillo de obsidiana, temerá a la oscuridad, despertará entre gritos, pronto quedará sola. Te lo confiaré si me regalas un jirón de ti.

***

José tenía un mal presentimiento el día que fue a comprar la carne con que Maya cocinaría la cena. En el pequeño departamento había trece invitados contados, porque ella no pensaba convidar a cualquiera. En la lista aparecían dos de los jefes de la oficina con sus respectivas esposas, quienes convivirían con las amantes de sus maridos. Todo iba a salir de maravilla.

Pero José no se pudo quitar de la cabeza la escena que presenció en el mercado al que fue a conseguir las chuletas. Específicamente, no pudo olvidar a Lucía, detrás de un mostrador llena de sangre y grasa de animal, parecía llorar. No podía dejar de pensar que él la había puesto en esa situación por volverse amante de Maya, algo que tampoco lo hizo feliz. Sin tener claro por qué, se sentía invadido.

Después de la cena aquella en la que todos sonrieron y bebieron, José se recostó pensando en Lucía. No lo sabía pero su ex también lo había visto comprar en locales cercanos, fingió una escena de plañidera, tejió su plan y también se quedó toda la noche pensando en él. José debió evitar ese sitio.

Él volvió para verla de lejos, un poco por culpa, mucho más por los recuerdos felices y cálidos amaneceres. Pensó que con una disculpa en boca podía acercarse, crear la oportunidad de un reencuentro, o eso había leído por ahí. Hay que generar esos momentos. Se dio valor, llegó de mañana, frente a ella, con aplomo la miró a los ojos. Hubo una conexión, él la sintió cuando pidió ser perdonado, pues ella le regaló una sonrisa poco antes de aceptar verlo de nuevo. “Está bien, ven a la hora del cierre, vamos a hablar”.

José se le desapareció a Maya por la tarde. Entró al mercado cuando los demás iban de salida creyendo que él estaba en la dirección correcta porque lo esperaba el amor. Ciertamente, Lucía aguardaba parada a la mitad del pasillo. En lugar del delantal, vestía una bata que en mejores tiempos fue blanca. Ven, vamos a la bodega, aún debo empaquetar algo, explicó con voz dulce. Echó a andar y José fue tras ella.

Lucía le dio la espalda, recargó las manos sobre un tambo; él se acercó para abrazarla por detrás. Ella volteó antes de que la sujetara, tomándolo de las manos. Fijó la mirada en el cuello de ese muchacho que conoció en las afueras del Metro, de ahí colgaba un dije de piedra tallada. Te lo regaló Maya, ¿no?, preguntó ella y él no pudo negarlo. Es bonito, remató y sin mediar acuerdos lo besó profundamente, y después vino un tajo de cuchillo sobre la lengua del individuo.

Tenía mucha práctica con filos y cerdos, así que no fue mucho problema terminar la obra. Resultó mucho más pesado preparar la mezcla para vaciar en el tambo, eso hizo que le doliera la cabeza. Lo único que quedó de aquel joven fue el dije, que Lucía guardó, y trazas de sangre sobre la canaleta del mercado que daba al desagüe, donde nadie buscaría sus restos. José debió hacerle caso al presentimiento que tuvo ese día que fue a comprar carne.

Aún faltaba una cosa. Esperó unos días, no tenía demasiada prisa. Aguardó por un par de semanas hasta que aparecieron carteles donde se exhibía la imagen de José con las palabras “Desaparecido” bajo su nombre. Tras un largo suspiro, se fue a casa para esperar la madrugada.

Poco después de las cinco de la mañana tomó el dije, cruzó la puerta de su cuartucho de azotea con la piedra tallada en la mano y siguió caminando hasta llegar a ese departamento que conocía tan bien, el sitio donde creyó que vivía una historia de amor antes de que se atravesara la mezquindad arruinando todo lo bueno.

Tocó el timbre para anunciarse. Maya apareció agitada tras la reja de entrada al edificio rechinando los dientes mientras abría mucho los ojos hinchados de no dormir. Vio a Lucía y su gesto agrió el aire. Abrió porque su antigua amiga le mostró el dije de José. La hizo pasar.

Se suscitaron todo tipo de reclamos de Maya, quien exigía saber dónde estaba su novio intentando refrenar la rabia que le causaba la sospecha de la infidelidad. La visita se levantó a medias la blusa para mostrar una cicatriz que corría desde la cintura a la costilla. ¿Sabes qué es esto?, cuestionó. Me vale madres si te cortas, pendeja, bramó Maya.

Lucía miró hacia la ventana. No dudó pero se tomó un momento para sentirse por última vez un ser sin destino. Un día iría a la morada negra, donde vería  a su buena amiga y al señor descarnado.

Al filo del alba, pronunció unas palabras hacia el este.

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