De la futilidad y utopías del siempre

Siempre es lo que nunca será porque nada ni nadie es inamovible
Ivette Estrada una de las raíces de la felicidad: gracias.

Siempre es una palabra engañosa y, a la vez, popular, convincente y contundente. De ahí que se emplee en las narrativas de amor y se cuele en el imaginario popular para generarnos certidumbre en un mundo donde únicamente el cambio permanece.

Siempre es lo que nunca será porque nada ni nadie es inamovible, porque cada uno nos adentramos en una evolución constante e incluso cada día aparecen grandes metamorfosis en nuestro cuerpo físico, mental, emocional y espiritual. Lo que hoy somos no será idéntico en e transcurso de un año, por ejemplo. Aferrarnos al pasado es negar nuestra capacidad de abrazar experiencias diversas y establecer otras rutas de avance, disfrute y desarrollo.

Siempre es lo que fue. No lo que será. Es un momento en el tiempo que no imagina en aquello en lo que nos convertiremos ni las circunstancias que nos rodearán después.

Aunque algunas veces conservemos amigos de muchos años atrás, quizá incluso de cando éramos niños o adolescentes, descubrimos con desencanto que ya no son tan significativos como entonces. Aunque el cariño permanece, al tomar rutas diversas nos encontramos en una realidad no convergente y es posible que ya no “empatemos” como antes.

No se trata de un viraje constante de filias. Es que nuestras perspectivas de vida, entornos y circunstancias cambian. También lo hacemos nosotros.

¿Cómo explicamos entonces relaciones añosas, matrimonios de muchos años como los que tuvieron mis abuelos y padres, por ejemplos?

No fue sólo en aras del compromiso “hasta que la muerte los separe”. Fue el trabajo cotidiano por construir futuros comunes y lograr desarrollos paralelos y ascendentes, la visión común, el peldaño andado paso a paso entre los dos.

Parece extraño ese andamiaje de futuro común ahora, cuando rompemos la comunicación y nos adentramos en un mundo altamente individualizado y carente de tolerancia y respeto al “otro”. No se logran convergencias porque el universo lo asumimos como nuestro, sólo nuestro. Aquí no entran concesiones, puntos de vista diferentes, visiones que no encajan con el modelo minucioso y las cortapisas que cada uno de nosotros creamos.

Entonces el siempre no existe.

No es posible asumirlo si tomamos rutas diferentes y nos negamos a crear caminos comunes en una relación amorosa, transaccional o amistosa. Nos convertimos entonces en veletas de tiempo e intereses acotados, cambiantes e imposibles de compaginar.

El siempre, el anhelado siempre, lo mata la realidad.

Pero no nos confundamos. Lo efímero no es una maldición. Es fruto de una sinergia y también de la apatía para no voltear mirar atrás y remolcar diferencias, disminuir sesgos y crear acuerdos.

Esa labor titánica es posible cuando asumimos que vale la pena. Imposible cuando surge con asimetrías que se van ahondando. Entonces las relaciones y acuerdos “para siempre” se diluyen en la realidad. Nadie queremos salvar lo insalvable, las relaciones disparejas en las que es uno el que pone todo o frena su propio desarrollo por desinterés o pereza y luego descubre que el otro ya cruzó nuevos mares.

El siempre es un mito en general. Sólo tiene vida cuando se genera a través de la afinidad, la realidad y la comunicación. Cuando pretendemos que la contraparte aporte en su totalidad uno de estos tres elementos, generalmente la realidad o grado de evolución o desarrollo, la relación será una nave que naufragará.

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