Groucho está durmiendo tranquilamente —dijo, solemne, Erin Fleming, su última esposa—. En paz. Ha decidido echarse una siesta y dejar que sus ojos descansen durante los próximos siglos.
Sin embargo, Groucho despertó en el infierno, si la muerte puede ser de alguna manera una especie de despertar, en otro plano, en este caso en el inframundo, pero no nos pongamos serios y moralinos, ya que no era el infierno de Dante Alighieri.
El Averno había tenido muchas mutaciones en estos últimos siglos, de purgatorio dantesco había cambiado a club de maquiavélicos dictadores que vivían como reyes explotando a los ingenuos con falsas promesas populistas. Desde que había llegado Karl Marx, pues, el infierno era otra cosa.
“El tío Karl”, como le llamaba Groucho, era como el clásico tío borracho que todos los sobrinos quieren ser y al que admiran, el tío judío rebelde de ojos desafiantes y negros como noche salvaje, un erudito de ideales incendiarios.
—¿Por qué tardaste tanto? Me dijeron que llegarías a las diez y son más de las seis —preguntó Karl, alisándose impaciente desde el bigote hasta las barbas.
—Hubo una confusión con mi nombre en la lista, le habían puesto “Graucho” en vez de “Groucho”, y claro que les dije que traía una misiva con urgencia para el líder moral del Partido Comunista del Infierno… Por cierto, ¡que bombón esa recepcionista!, casi la confundo con mi vieja y querida bicicleta. Y lo bueno es que no me enterraron encima de Marilyn Monroe, si no, hubiera tardado mucho tiempo en llegar —respondió con pícara sonrisa el comediante, y continuó:
—Pero no quiero pertenecer a ningún club comunista del infierno, ya he cancelado todas mis suscripciones a ese tipo de sociedades allá en la vida.
Dio una calada a su habano y sacando una caja obsequió uno al comunista: “¡Son Montecristo, de los que fumaba el Che Guevara!”
Marx tomó uno con sus regordetes dedos, lo mordió de la orilla y se lo metió a la boca encendiéndolo con las llamas del averno. Apretó los negros ojos escudriñando a Groucho.
—¿Y?
—Ah, ¡se me olvidaba! Tengo esta carta del Partido Comunista dirigida a su líder moral y… por cierto, qué bonito bronceado traes, ¿eh?
Recargándose en el hombro de Karl, como si de un escaño se tratara, preguntó: “¿Es verdad que aquí estan Mussolini, al que núnca le gusto la sopa de ganso, y Joseph McCarthy, que me traía entre ojos, y el Ayatolá y Hitler y Walt Disney…?”
—Todos ellos —interrumpió carraspeando Marx— decidieron irse al cielo en cuanto se enteraron de la revolución que había tenido lugar aquí, así que ahora el cielo está plagado de gente que se da golpes de pecho, pero predican con el dedo índice de la maldad.
—Pero, ¿cómo? ¿Uno puede decidir dónde estar después de la muerte? —preguntó, dubitativo, Groucho.
Y bueno, con palancas al estilo Jimmy Savile y algunos padresitos pederastas, seguro que se podría.
Groucho miro al tío Marx medio rojo de impaciencia y con los ojos apretados con un punto muy brilloso, como el que emiten los televisores segundos antes de apagarse.
—¡Ah, sí, la misiva! —y sacó un gran panfleto que enseguida fue consumido por las llamas del infierno.
—¡Por las barbas de Neptuno! —gritó montado en cólera el tío Marx, más colorado que diez mil diablos soflameros.
—Pero no te preocupes, tío Marx, todo lo tengo aquí en esta cabecita loca, porque me tomé la molestia de leer la carta antes. Soy el mensajero, ¿no?
***
—Es hora de mi sauna —dijo agarrándose la barriga como Santaclós el camarada Marx—. Ven, seguro te caerá bien un spa mientras nos relajamos con unos tragos coquetos y me platicas.
En verdad era sorprendente cómo el líder moral perdía y recobraba la compostura, con una facilidad bárbara. Entraron juntos al salón acompañados por un par de serviciales diablos.
—Pero qué lugar tan confortable, parece el agradable refugio de un acaudalado corredor de bolsa —decía un picarón y enfadoso Groucho, inclinándose sobre un jarrón que estaba sobre una mesita, tal vez en busca de alguna bomba en su interior.
Ya en sus respectivas tinas puestas a fuego medio, los demonios comenzaron a darles champú en las cabecitas locas de nuestros héroes mientras encendían otro habano.
—¿Y aquí es una especie de comuna? ¿O una conspiración homicida contra el reino de los cielos? ¿Cómo es que esta nueva luz baña la sonriente y chapiadona cara del diablo trabajador rescatado de las mismísimas tinieblas del tiránico averno?
Karl es rio, digamos, con cierto regocijo triunfal.
—No hay ningún misterio, camarada Groucho. No hay ninguna conspiración, de hecho esta revolución no es un gobierno para la clase obrera de las mil calderas del averno, en absoluto. Es un vínculo de unión más que un mecanismo de control.
—¿Y cuál es el fin de este amorío?
—La conquista de un poder político con el que conseguimos fines sociales igualitarios, que han hecho crecer a una clase trabajadora disociada del infernal capital. Ahora los diablos ya no tienen cola que les pisen y la gente que llega al infierno tiene departamentos amplios de interés social con alberca, nunca les falta el agua caliente, menos aún la comida caliente. En cuanto al cielo, ellos nos miran como si fuéramos un fantasma terrorífico, desacreditándonos y ganando el favor de la sociedad engañada por aquella comedia dantesca de que el infierno es para gente torturada eternamente, para expiar sus pecados o convertidas en utencilios de lo más estrafalarios con su cuerpo, tornándolo en una farsa grosera.
Sólo los que viven bajo el yugo a través del miedo y las falsas esperanzas lo creyeron. A eso me refería con la droga del pueblo. Obvio, la gente culta y que lee se dará cuenta de cara al gran movimiento de emancipación, que ahora es el infierno.
De cuando en cuando pasaba algún presuroso diablo del consejo, de los muchos que rondaban por ahí y salían y desaparecían de algún túnel del laberíntico salón con alguna carpeta negra, con un ojo en la solapa de cuero que parecía observarlo todo. Interrumpía la amena plática para recibir quejas formuladas en un tono no precisamente amable y el inmenso ceño de Karl Marx reflejaba el mismo nivel de cortesía que el que muestra un cazador hacia su perro, respondiendo con una respetuosa inclinación o con una sonrisa a algún gruñido filosófico de su cabeza.
—Y entonces, el creador del universo, Dios, ¿qué hay de Dios? —inquirió Groucho.
—Dios murió en el preciso momento en que nació. No quiero sonar kantiano, mucho menos nietzscheano, claro que no me he vuelto loco, poco me faltaba, pero, ¿has escuchado alguna vez los rezos de alguna criatura oprimida? Tienen un hueco donde debería ir el corazón, rezan como desgranando su alma en inútiles suspiros. Se convierte en un espectáculo algo inhumano, que más puede decir un ateo que tiene los pelos de Cristo en la mano. Sin embargo, un Dios es necesario, todas esas culpas tienen que descansar sobre una espalda de alguien todopoderoso. Si no, serían intolerables.
—¿Qué hay de Lucifer, el Amo de las Tinieblas?
—Ese siempre he sido yo, vagando a través de los siglos para poder erradicar su miedo. Pon a prueba la evidente pecepción de tus propios sentidos, camarada Groucho.
—Ya decía yo que ese color que te cargas de pimiento morrón y esa pata de cabra no eran mera coincidencia —comentó Groucho mientras echaba una ojeada dentro de la tina de Karl y le observaba la pata levantando enfáticamente las cejas—. No cabe la menor duda de que este es un infierno civilizado con el que me dará un gusto infinito poder echar una partida de ajedrez.
Y dieron una calada a sus puros, que mojaron previamente en coñac de antiquísima reserva, como le gustaba hacer al comandante Fidel Castro.
—Por cierto, ¿dónde está Fidel?
—Ese también se autoexilió en el cielo.
Y siguieron fumando plácidamente.
Ya ni preguntó por Federico Engels, era obvio que había sido demasiado bueno con Karl y se ganó a pulso las puertas del cielo.
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“Einstein amaba y se enamoraba de todas las mujeres, pero las que en verdad le volvían loco eran las más plebeyas, cuanto más sudadas y olorosas más le gustaban…”
Créditos: @FloresManjarrez
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— Fusilerías (@fusilerias) April 30, 2022