Volver al origen

Antes de morir, mamá insistió a sus hijos que la llevaran a reposar allá, al panteón de su comunidad otomí
Serie Serafo Emiliano Pérez Cruz

El auto enfila hacia el Periférico Oriente y busca entroncar con la carretera hacia Huichapan, Hidalgo, y de ahí al pueblo donde nació la madre: Jonacapa, enclavado en la vecina región del Valle del Mezquital.

Los chiquillos se asombran ante el paisaje rural, que los hizo abandonar sus juegos electrónicos en el celular aunque fuera por unos cuantos minutos. Preguntan qué es eso y entonces ya presumirán que vieron zopilotes sobrevolando en círculos, suspendidos en el cielo.

Antes de morir, mamá insistió a sus hijos que la llevaran a reposar allá, al panteón de su comunidad otomí, por toda la eternidad. Le cumplieron el deseo y ahora acuden a visitarla, como otras veces desde que falleció.

“Me llorarán y se pondrán tristes, pero no hay mal que dure cien años y ya se les pasará la tristeza, hasta que llegue el olvido y de vez en cuando el recuerdo. Para qué nos hacemos tontos. Pondrán algunas flores sobre mi tumba, desgranarán recuerdos con la familia de allá y luego tendrán que volver a sus obligaciones, como debe de ser, porque para vivir hay que comer y para eso hay que trabajar.”

No es que mamá fuera profeta, sino realista. Cuando las obligaciones le hacen un campito a sus hijos, se dan tiempo para trepar al auto, cruzar la gran ciudad y encaminarse hacia la carretera que los llevará hasta “el pueblo”, luego de cuatro horas de viaje, a recorrer los alrededores donde ella creció, entre nopaleras y magueyales que se afincan sobre pedregales y suelos tepetatosos.

Se dan a la tarea de recorrer el pueblo, preguntar por los parientes, visitar a aquellos cuando calculan que ya volvieron de sus faenas en el campo.

–Anden, merezcan ustedes un taquito, humilde, pero de buen corazón que lo ofrecemos –dice Tía Cele–. Han de venir cansados del camino. Pruebe el pulquito, coma la enchilada y los huevitos con frijoles. Tomen agüita fresca de limón: que se sienten los niños y coman.

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Imagen de Anja en Pixabay

Al otro día, la visita a la tumba, la obligada limpieza: quitar la hierba, reacomodar los floreros, limpiar lápida y nutrir floreros, rezarle a quien en vida siempre recordó su terruño y luego: a comer y a platicar, a enterarse del estado en que se encuentran familiares y amigos.

El merecido descanso después de la cena es como una fiesta alharaquienta para los chiquillos, que colaboran tendiendo en el piso colchonetas, cobijas y sarapes para no pasar frío…

Al otro día, luego de la obligada visita a la iglesia del pueblo para encontrarse con más familiares que platican en español entremezclado con ñahñu, acuden al tendajón para adquirir el recomendadísimo queso de cabra, la carne salada, el chorizo… La vuelta a los orígenes es la vuelta a los aromas y sabores que la vida en la ciudad mantenía arrinconados en la memoria, pero que con la visita al pueblo vuelven como el toro a la manada.

Mientras los adultos realizan las compras, los chiquillos persiguen a algunos cerdos e intentan montarlos, pero fracasan aunque la escandalera será el grato recuerdo, corregido y aumentado, que compartirán con los urbanitas amigos al retorno, como suele suceder, para causar envidia, porque no cualquiera monta perros ni laza gatos.

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