Claudia Duclaud

Ansiedad, terremotos y camas en la cocina

Mi psicoanalista, quien es argentina, no conoce esta dolorosa maña de los mexicanos de aferrarnos a los miedos para saborear la zozobra en que nos hunden

Aquí llega de nuevo. No, por favor. No aguanto otra caída en picada. Mamá ya se dio cuenta y pone cara de angustia. Compone rápido una sonrisa y vuelve a su tejido. La conozco, ha optado por no seguirme la corriente; como si negarlo lo hiciera desaparecer. Presiono el dedo meñique uno, dos, tres, cuatro segundos; el anular uno, dos, tres, cuatro…

Aidé, la psicoanalista, dice que se me pasará, está muy segura. Pero ella es argentina, no conoce esta dolorosa maña de los mexicanos de aferrarnos a los miedos para saborear la zozobra en que nos hunden; qué puede saber ella de esta propensión a lacerarnos a punta de escenarios hipotéticos que vamos alimentando con pensamientos de tragedia con la misma persistencia mórbida de quien ceba un pollito y le va llenando el buche con bolitas de pan mojado en leche o con granitos de maíz, nomás viendo cómo se le va inflando la barriga hasta ponerse redonda igual que una pelota cubierta de plumas, y así continúa sin poder detenerse, sin escuchar esa vocecita en la cabeza que le advierte que terminará por matarlo, que si mete una semilla más por ese pico, el animal acabará explotándole en las manos y salpicará todo de tripas, migajón y mierda.

Además, ¿será buena Aidé?, ¿o será que mientras yo estoy tumbada en el diván con la mirada perdida en el techo y el cuerpo entero temblándome de frío, contándole cómo les lleno el buche a mis demonios, ella está pensando en sus propios asuntos?

Nada de eso importa ahora, mi atención entera está en la nueva crisis que siento avecinarse, que me tiene ya agarrada de un tobillo con sus dedos húmedos. “Crisis”, así les llaman ellos, porque no han tenido al demonio frente a frente ni les ha respirado su aliento helado sobre la cara; porque no han notado cómo llega arrastrándose, discreto, igual que el charco causado por un grifo que alguien se olvidó de cerrar y que va avanzando por la alfombra, imperceptible, hasta que llega a nosotros y nos empapa los pies desnudos.

Ni cuenta me di de qué fue lo que lo invocó esta vez; qué macabra asociación de ideas fue la que lo conjuró. Tiene el sueño muy liviano mi demonio. Se oyó una ambulancia a lo lejos, quizás haya sido eso; o tal vez fue el documental sobre la casa de las brujas en la colonia Roma; tan cerca de donde estaba la casa de mi abuela, ésa de la que no quedó piedra sobre piedra. La imagen de la casa derrumbada como punto de partida y luego una cosa llevó a la otra.

Hace semana y media que sólo miro el canal cultural en la televisión. Distracciones ligeras y agradables, ha dicho el psiquiatra. Ni noticias, ni telenovelas; nada emotivo, nada impactante porque se nos deschaveta. Lo que no saben es que a mí lo único que me interesa de ese canal es que, a diferencia de los otros, interrumpe su programación para avisar al auditorio en caso de que se active la alerta sísmica; así que finjo que veo los documentales sobre la vida animal en el desierto, las biografías de pintores europeos, cineastas japoneses o músicos latinoamericanos, con tal de mantener mis sentidos en ese doloroso estado de alerta permanente.hospital

Los niños juegan a algo en su cuarto. En cuarenta minutos será la hora de su merienda; para entonces el monstruo ya habrá trepado por mis piernas y se habrá instalado en mi garganta igual que un nudo de fuego; va a costarme tanto levantarme. Me aterra mirarlos y darme cuenta de que el velo sigue ahí, cubriéndolos, lo mismo que a los muebles, a los muros y a mis manos. Estaba con ellos en la cocina cuando el velo apareció por primera vez: era domingo, habían vomitado varias veces durante la noche y pasé la madrugada limpiando. Al amanecer ya no tenían fiebre y estaban más animados, quizás podrían ir al kínder el martes. Metí en una olla todos los ingredientes para hacer caldo de pollo y me preparé un café; la quinta taza desde la noche anterior. Sentía los ojos arenosos y un zumbido leve, pero constante, atormentaba mi oído izquierdo. Los llamé a sentarse a la mesa de la cocina, si tenían fuerza para corretear por la casa, no iba a ser necesario llevarles el desayuno a la cama. Puse mi palma abierta sobre sus mejillas para asegurarme de que la fiebre no hubiera vuelto; estaban frescas. Suspiré pensando que quizá no habría necesidad de más compresas húmedas sobre su frente y que podría tomar una siesta, aunque fuera de quince minutos. Treparon al banquito para lavar sus manos y se sentaron a la mesa a esperar su ración. Mi mirada somnolienta se perdió en el borboteo de la superficie de la olla. Apagué la estufa, serví el caldo en dos tazones y exprimí una mitad de limón en cada uno. Entonces sucedió: cuando me volví hacia los niños apareció el velo. Los muros, los muebles, mis hijos, mis manos sosteniendo los tazones, todo se veía lejano, fuera de foco, como diluido tras una bruma grisácea. ¿Qué estaba pasando? ¿Me estaría dando un infarto cerebral? ¿Así se sentía morir? El vértigo era insoportable.

Es por el café, pensé, y dejé los tazones en la mesa. Uno de los niños dijo algo, pero ya no lo escuché. Cómo iba a oírlo si sentía que el suelo se desmoronaba bajo mis pies y que mis pulmones se vaciaban de oxígeno. Aterrada, salí de la cocina sólo para encontrarme con que el resto de la casa parecía haber perdido su densidad, todo era liviano excepto el hueco en mis entrañas, ese se iba haciendo cada vez más pesado y tiraba hacia abajo, no con fuerza sino con velocidad. Dentro, en la cocina, mis hijos cantaban una ronda sobre pollos y vacas. El suelo bajo mis pies volvió a sentirse sólido, pero el velo se quedó, desde entonces, adentro de mis párpados.

Los cantos de los chicos debieron despertar a Emilio. Salió de la habitación para buscar café o algo para desayunar y me encontró llorando, los pies clavados como con estacas a mitad de la sala; debió de imaginar lo peor y corrió a la cocina buscando a los niños. Ellos sorbían el caldo de pollo con la boca directamente pegada al tazón: Mami no nos dio cuchara, oí protestar al mayor. Quise disculparme, perdóname hijito, traté de decirle, pero no pude porque había un hoyo negro succionándome la voz.

***

Claro que se te pasará, me asegura Aidé cada vez que la visito, fingiendo que no se da cuenta de cómo presiono mis dedos, uno, dos, tres cuatro…Y menos mal que se me pasará, porque sin esa certeza de boca de una especialista, ya me habría lanzado por la ventana. Pasará, pero no sabemos cuándo, como tampoco sabemos cuándo regresará, me advierte, por eso lo importante es que descubramos qué es lo que se ha movido de su sitio y encontremos juntas la manera de volver a acomodarlo en donde no moleste, me anima en cada sesión. Ella sigue hablando, ¿o soy yo la que habla? No puedo verla, pero sé que se abanica porque escucho el constante roce de sus ropas y vi el abanico sobre los cuadernos cuando llegué; seguro está menopáusica porque no hace calor, yo tirito de frío sobre este terciopelo.

Sigo el hilo de sus palabras y veo en mi mente los cimientos derruidos de los que habla, la tierra erosionada que los aprisionaba y la construcción entera que amenaza con desplomarse, la hierba que ha comenzado a aparecer entre las grietas y la pintura que cuelga de los muros en delgadas escamas. Del tapete de fango que cubre el piso se levanta un ser de alma andrajosa y sale al mundo; no encuentra sosiego, los hombres lo miran horrorizados y le rehúyen sin saber que su terror no hará sino alimentar su demencia. No es mi caso, asegura Aidé; su diagnóstico no me coloca ahí.

La competencia para vivir es reflejo de la funcionalidad de la estructura —continúa en tono académico mi terapeuta—, puede que esté bien cimentada, pero si la disposición de las habitaciones es incómoda, esa incomodidad se reflejará en el ánimo y nos convierte en seres que deambulan por eternos corredores que no conducen a ningún lado y nos hace hallar, sobre los muros desnudos de nuestro interior, puertas que sólo se abren hacia el vacío. Huimos de ese confuso laberinto, pero la calle resulta inmensa e incomprensible; con esfuerzo conseguimos disimular el desconcierto, pero es una lucha agotadora y terminamos por reventar. El radio en el que se resiente el estallido, sin embargo, no es amplio y solo afecta a quienes se acercan lo bastante. Pero no debo angustiarme, asegura Aidé, mis padres hicieron un buen trabajo conmigo: la cocina está junto al comedor y no dentro de la recámara, mis ventanas ven hacia el jardín y los rellanos de la escalera permiten una bocanada de aire antes de que asome el sofoco. En cuanto al frío, es normal, agrega al darse cuenta del temblor de mis manos: Tu mente está sufriendo, eso es lo que te estremece.

***

Esta tarde, mientras en la tele continúa el documental sobre la colonia Roma, yo recuerdo las palabras de Aidé, sus alegorías en las que compara la psique con edificios, las mentes entendidas como construcciones, y exhalo un suspiro de alivio al parafrasear su experta opinión: mi situación, después de todo, no está tan jodida.

Pero mi madre interrumpe mi optimismo: esa casa está en la plaza Río de Janeiro, ¿te acuerdas?, me pregunta sin despegar los ojos de sus madejas de estambre. Solían llevarme ahí a andar en bicicleta, claro que me acuerdo, respondo, pedaleábamos por Orizaba desde la Sagrada Familia hasta el parque Luis Cabrera. Supongo que mencionar el nombre del parque trajo a la mente de mamá los mismos recuerdos que a la mía porque cambia bruscamente el tema. Yo ya no la escucho, en mi mente sólo está el edificio de balcones azules tirado de costado sobre el asfalto. El peso de sus cinco pisos hizo palanca contra los endebles cimientos y los desenterró del suelo; dicen que los vecinos del primer piso salieron caminando por la ventana de la sala. Los de los pisos superiores no tuvieron la misma suerte. ¿Y ahora dónde iba a andar en mi bicicleta si en el parque había un edificio desplomado? Dedo índice, uno, dos, tres, cuatro…

Terminó el documental sobre la colonia Roma y comenzó una biografía de Venustiano Carranza; mamá aprovecha la pausa para traerme un vaso con agua, las gotas y la pastilla. Esa maldita pastilla que desde hace semanas me hace rehuir a las manos de Emilio cuando me buscan bajo las sábanas. Otra vez presiono el meñique derecho, uno, dos tres, cuatro…

Mamá me rescata de ésta como me rescató entonces, cuando el balanceo no cesaba, cuando me tomó por la muñeca y me jaló escaleras abajo; me apretaba muy fuerte y solo conseguía hacer más grande mi miedo, aunque en realidad lo que pretendía era infundirme valor para lo que íbamos a ver: mi ciudad con las tripas de fuera. Yo tenía solo nueve años y tanto espanto y desolación me habrían asfixiado si no los hubiera bloqueado de un solo tajo. Los ignoré, fingí que no estaban ahí. Era la única manera de seguir viviendo; arrumbando las montañas de escombros y el olor a cadáver a en alguna orilla de mi memoria. Ahí permanecieron durante mucho tiempo los gritos de tantos muertos, calladitos, rumiando en silencio su dolor, esperando a que la niña de nueve años tuviera, a su vez, niños de nueve o cinco o tres años; esas vidas nuevas dependiendo de ella y de su capacidad de reacción para salvarlos del apocalipsis; entonces los alaridos no pudieron callar más y se hicieron escuchar con toda su desesperación e impotencia acumulados.hospital

Hoy, ni las ocho gotas de alprazolam ni los 50 miligramos de desvenlafaxina que ya deben estar diluyéndose en mi sangre pueden acallar esos recuerdos. Presiono el centro de la palma de mi mano derecha con el pulgar izquierdo, uno, dos, tres, diez segundos… Esta ridícula técnica japonesa de acupresión para aliviar la ansiedad no sirve para nada.

Y tampoco es que el diván de Aidé esté dando resultados; es curioso cómo apenas lo toco empiezo a congelarme. Le dije que el medicamento que me recetó el psiquiatra me estaba estupidizando el instinto y me pidió que le describiera con detalle a qué me refería exactamente. Enmudecí. Está loca si cree que voy a contarle. No le gustó que intentara salirme por una tangente, pero lo entendió; se limitó a decir que tengo que aprender a dejar el pudor a un lado con los doctores y me advirtió que uno de los efectos secundarios de la medicación es la alteración del deseo sexual. ¡Qué chinga! Como si este mal no fuera suficiente, la cura te pone frígida, pensé. ¿O lo dije en voz alta? Es pasajero, asegura ella; cuando el tratamiento termine y las sustancias del cerebro regresen a sus niveles normales todo volverá a ser como antes. Eso espero, no estoy dispuesta a renunciar a los calambres transparentes y las ráfagas de luz que Emilio me hacía ver cada noche a través de los párpados cerrados.

La buena noticia es que hay un tercer escenario, una tercera alegoría, se afana en explicarme Aidé, y, por fortuna, es justo ahí donde me encuentro. Los cimientos son fuertes y cada habitación está en su sitio; es fácil desplazarse dentro de esa morada que brinda comodidad y seguridad; sin embargo, algo sucede de pronto en ese plácido lugar: quizás yo lo había olvidado, pero hubo un día en que un fantasma me visitó y yo, aterrada, en lugar de exorcizarlo, lo amordacé y lo dejé encerrado en la covacha. Ahora, el espectro ha conseguido liberarse de algún modo y usará su fuerza acumulada durante tanto tiempo para alterar el orden que tanta paz me daba. Incapaz de dañar una cimentación sólida o de modificar los planos de la obra terminada, el espectro se limitará a mover lo movible: colocará el sofá a mitad de la cochera o la mesa al lado del inodoro. No es grave, me anima Aidé, pero produce enorme incomodidad; me dan ganas de preguntarle cómo lo sabe, si ha estado ahí, si alguna vez ha despertado para descubrir que alguien se ha llevado la cama para la cocina.

***

Emilio está por volver del trabajo, mamá se irá a su casa y volverá por la mañana. Por ahora, ha dicho Aidé que no puedo hacerme cargo de los niños, es por eso que Emilio y mi madre se turnan para no dejarme a solas con ellos. Y yo sospecho que son justamente todos ellos quienes, aunque no lo saben, van a ayudarme a encontrar la fuerza para empujar la cama de regreso hasta su sitio.

Ya son las ocho. Hay que hacer la merienda.

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