Basquiat Andy Warhol madonna Veronica Ciccone Keith

Warhol mató a Basquiat: ¿y Madonna?

La crítica lo acusaba de superficial, pero Nueva York entera lo era, Warhol sólo se erigía como el espejo que se atrevía a devolverte la cara que fingías no tener

En los túneles humeantes del metro de Nueva York, allá por 1982, donde el arte era graffiti y el romance venía con olor a sudor y aerosol, se conocieron Madonna y Basquiat. Ella, con las cejas en huelga y los sueños bailando entre laca barata; él, con el alma tiznada de Nietzsche, dientes de oro y una cabeza coronada por halos rotos.

Se amaron como se ama en la gran manzana: rápido, público, y con más drama que comida en el estómago. Dormían en colchones de loft ajeno y desayunaban café robado de galerías donde los blancos con nombres triples se peleaban por colgar sus gritos enmarcados.

Veronica le acababa de regalar una gigantesca grabadora con lucesitas de neón, con CD player y una copia de Kind of Blue, disco que escucharon toda la noche anterior.

Basquiat Andy Warhol madonna Veronica Ciccone Keith
Ilustración: Manjarrez

Basquiat tenía muchos acetatos desperdigados por los sillones y muebles aledaños, la mayoría de jazz, y en esa gélida madrugada giraba un CD sobre el frío láser. La música supuraba en un débil hilo y la trompeta de Miles se escurría en un sucio charco donde la sedienta alma de Basquiat abrevaba como un perro enjuto.

Eran las cuatro de la mañana y Veronica Ciccone, quien años después se bautizó como Madonna, se revolvía en las sábanas sin conseguir dormir. Notó la ausencia de Jean y la música sutil llegó hasta sus oídos gradualmente, su brazo estaba morado por los pinchazos de la noche anterior. Se levantó, sus bragas negras dejaban ver un bien formado culo por las horas de baile y de gimnasio, el piso de madera vieja rechinó bajo sus pálidos y diminutos pies.

Una rata sorprendida corrió por el zoclo del piso hasta perderse en una habitación oscura. Al fondo la desmadejada luz intermitente del televisor encendido, sin imágenes. Sólo se escuchaban las gruesas pinceladas y el resuello de Michael en la desordenada sala, sólo interrumpidas por el eco de una voz metálica en off, que provenía de afuera, de la estación del metro que estaba en la parte baja lateral del edificio en East Village, anunciando la siguiente estación.

La sombra de Jean que traveseaba frente al cuadro se proyectaba en la puerta con sus rastas agitándose como miles de pinceles que aúllan a la luna, los crayones rotos sobre la mesita, el piso salpicado de pintura de acrílico azul cobalto.

Otra vez soñó con la calavera gigante que le decía cosas en un dialecto extraño, pero que él comprendía, y ese cráneo emergía desde el oscuro túnel del metro como desde un disoluto cielo azul cobalto y le exigía que la retratara. Él se levantó para que no se le escapara la idea. Hay casos como los de Keith Richards, que se dormía con la grabadora encendida por si lo sorprendía algún nuevo riff en aquel estadio. Así soñó “Satisfacción”.

A sir Paul McCartney le pasó con “Let It Be”, que le susurró su madre, apenas sepultada, desde el más allá. Jimi Hendrix soñó que caminaba bajo el mar e hizo “Purple Haze”. Todos ellos inmediatamente tarareaban esas melodías en la grabadora que tenían junto a la mesita de dormir, pero Basquiat no podía canturrear esa imagen, así que necesitaba levantarse a pintar antes de que todo se esfumara de su cabeza: sus sueños eran como subirse en un convoy del metro, por lo que antes de dormir se echaba un leve arpón de heroína y así cada parada de su soñoliento viaje era un cuadro distinto.

Ahí estaba tasajeando la realidad para vomitarla por todas las heridas de su alma sobre ese inmenso lienzo, diseccionaba la denigrante anatomía de una sociedad neoyorkina, con sus emporios petulantes y prepotentes de mirada altiva y racista. Ahí estaba sin camisa, solo con su saco Armani salpicado de pintura, como todos sus carísimos trajes, como una denuncia. Ahora el éxito y la fama le pesaban como un tonel en forma de corona dorada, de esas que tanto pincelaba.

Trazos gruesos con acrílico negro, luces con espray blanco como el alba, un tono lívido y punzante, como su alma sangrando colores y hablándole a los muertos. Pintaba con la furia de un niño que ha leído demasiado pronto que no hay futuro para los suyos. Veronica lo miraba como se mira una bomba a punto de estallar: con terror y deseo. Lo quiso, lo admiró, pero no supo salvarlo. Nadie podía.

Entonces Veronica tomó un pincel y lo pasó por el torso desnudo de su Negrito Místico, como ella lo llamaba, medio en burla, medio en lujuria. Él le decía Material Girl, aunque ella aún no lo era. Una vez, en la línea A, entre Canal Street y la condena eterna, Basquiat pintó un SAMO en el muslo de Madonna con un marcador permanente. Ella se rió y le dijo que olía a thinner. Él respondió que el amor también era una droga, pero más jodida, porque no tenía cura ni rehabilitación.

Siempre se pintaban el uno al otro como lienzos humanos. Pero el color de la piel de Basquiat siempre pesaba más que su talento. Porque en los ochenta, el arte negro aún se llamaba underground, aunque él estuviera colgando en el MoMA. Lo invitaban a cenas blancas donde lo trataban como mascota. Le compraban cuadros para sentirse progresistas. Y mientras Andy Warhol bebía champán, Basquiat se pasaba la furia con heroína.

Madonna, con todo su amor —que no dudo que fuera real—, no podía seguirlo al abismo. Ella venía de Detroit con hambre de escenario. Él, de Brooklyn, con los puños siempre apretados. Se conocieron cuando la ciudad era un campo de batalla y el arte no se colgaba, se gritaba. Él pintaba como si cada trazo fuera una venganza contra el olvido. Ella bailaba como si el mundo le debiera algo. Se amaron con la urgencia de quienes saben que el mañana no está garantizado.

Se drogaban. Discutían. Madonna aún no era MADONNA. Y Basquiat ya era un santo caído…aunque no lo sabía. Sabía, eso sí, que era un negro brillante y condenado, sabía que no bastaba con ser genio: había que gustarle al museo. Y los museos, por entonces, eran como los clubes: blancos, ruidosos y llenos de cocaína. No es que él no consumiera; al contrario, la droga era parte de su pincel, un pigmento más. Pero mientras Warhol esnifaba para el performance, Basquiat lo hacía para no escuchar cómo Manhattan masticaba su dignidad a ritmo de jazz frenético.

Mientras Madonna se volvía Madonna, subía a la superficie, ascendía a los cielos de MTV, dejaba atrás el subsuelo y las manchas de óleo, él se hundía entre ruinas y aguarrás. Él le regalaba cuadros como quien deja huesos en la puerta. Ella los colgaba un rato, hasta que él se los pidió de vuelta. Dijo que no soportaba que los tuviera, que el amor ya no valía para redimir nada. Los cubrió de acrílico negro. Todos. Un luto anticipado. Un silencio premeditado.

Marilyn Monroe
Ilustración: Manjarrez

El racismo era una sombra con corbata que se colaba en cada galería con cara de benefactor. Lo invitaban a cenas y luego le preguntaban si conocía a Miles Davis. Le compraban un cuadro por veinte mil y luego lo vendían por doscientos mil, mientras él sangraba versos en los callejones. La ciudad era un gran museo que apestaba a espray, vómito de after y cocaína de galería de arte. Y si no estabas pintando, bailando o muriéndote… probablemente eras policía.

Warhol ya era el sumo pontífice de la superficialidad, beatificado por convertir latas de sopa en arte y a los ricos en coleccionistas de sí mismos. Los críticos lo odiaban en privado, pero lo veneraban en las columnas de arte, porque sabían que escribir contra Andy era como escupir contra una lluvia de billetes. Sus frases de seis palabras eran citadas como si fueran oráculos; en realidad, eran tuits avant la lettre: sin alma, pero virales.

Warhol no caminaba. Flotaba. Como un ectoplasma vip que ya no necesitaba alma, porque tenía acciones en ella . Su estudio, The Factory, era más templo que taller: un desfile de espectros bellos, modelos que no comían, actores que no actuaban, artistas que no pintaban, pero sabían estar… y Warhol, en el centro, como un Buda de papel aluminio con una Polaroid en mano.

La crítica lo acusaba de superficial. Pero Nueva York entera lo era. Warhol sólo se erigía como el espejo que se atrevía a devolverte la cara que fingías no tener. Sabía que el arte no era hacer cosas, sino hacer que otros quisieran tenerlas. Su verdadera obra fue convencer al mundo de que una lata de sopa era importante. Spoiler: no lo era. Pero el mundo necesitaba creerlo y Andy lo sabía.

En los ochenta los bares eran santuarios de la decadencia: CBGB, Mudd Club, Danceteria. Santuarios donde la noche se disfrazaba de performance y la mañana no era bienvenida. Lugares donde podías bailar con una stripper, un poeta suicida y algún saxofonista que vivía en el baño del lugar. La moda era un accidente glorificado: hombreras simulando armaduras, medias rotas hechas declaración política, cuero, cadenas y maquillaje como si fueras a una orgía medieval… en Marte.

Y la música, oh, la música… Sonaba como un choque entre una licuadora rota y una revolución sexual. Punk, hip-hop, electro, no había género, sólo energía. Cada noche era un nuevo ritmo, cada DJ un semidiós con coca en el bolsillo. En los altavoces se mezclaban Madonna antes de ser diosa, Grace Jones contorsionando el tiempo, Grandmaster Flash escribiendo historia en vinilo. Si podías bailar encima de una mesa sin caerte, eras parte del movimiento. Si te ibas al suelo, eras una instalación performativa y si sobrevivías dos años sin morir o venderte, eras leyenda

La crítica de arte se masturbaba con palabras como “transgresión” y “neoexpresionismo”, mientras que no sabían si Basquiat era un visionario o sólo un negro talentoso con buena prensa. Andy lo apadrinó, como quien adopta un tigre sin saber que eventualmente se lo va a comer. Hacían colaboraciones que eran como matrimonios mal arreglados: muchos aplausos y nada de ternura.

Todos sabían que la fiesta no iba a durar. Que la ciudad era una gran olla de presión y que algún día alguien iba a morir: claro, fueron muchos. Pero no importaba. Porque en los ochenta, morirse era un buen final. Al menos, si salías en el New York Times.

Los críticos eran buitres con doctorado. Llegaban a las inauguraciones con sus palabras afiladas como bisturíes. Describían cuadros con metáforas tan abstractas que ni los artistas las entendían. “Un dolor cromático en transición poscolonial”, escribieron una vez sobre un garabato en rojo. Era cátsup.

Japonesa

Basquiat murió a los 27, como corresponde a los mártires del arte

Amaban a Warhol, porque representaba todo lo que les aterraba: vacío con estilo. A Basquiat lo amaban también, pero con culpa. Como quien ama a un gato callejero que se ha colado en la cena. Les encantaba escribir sobre él, pero nunca lo invitaban a sus casas.

Basquiat murió en 1988, a los 27, como corresponde a los mártires del arte y el mercado. Dicen que fue una sobredosis, pero los que estábamos ahí sabemos que fue un asesinato estético. Murió de no tener dónde gritar sin que le pusieran precio al eco.

Warhol se fue antes, en cuerpo. Pero su espíritu sigue vendiendo camisetas en el MoMA.

Todavía hoy los críticos hablan de esa época como si hubieran estado ahí. No estuvieron. Estaban escondidos en los suburbios, escribiendo tesis sobre Duchamp mientras Basquiat escribía poesía con sangre y Warhol vendía su firma en servilletas por cien dólares. Y ahora… bueno, ahora venden los cuadros de ambos por millones.

El loft donde Basquiat dormía sin colchón es hoy un estudio de yoga vegano. Los bares son launches temáticos con menú gluten free y la música es Lofi para gente que nunca ha sudado en la pista de baile.

studio 54
Ilustración: Manjarrez

Pero si escuchas bien, en algún rincón mugroso de la ciudad, donde aún no ha llegado el brunch ni el influencer, puedes oír un eco: “Esto no era arte. Esto era guerra.”

Y la guerra, al menos en los ochenta, tenía buena música.

Sin embargo… algo quedó, algo de ese fuego, un trazo, un verso, un ritmo. En algún muro descascarado de Brooklyn aún respira un SAMO. En alguna fiesta silenciosa aún flota una peluca plateada. Nueva York se volvió boutique. Los bares ahora venden cocteles con infusión de nostalgia. Y el arte… bueno, el arte se volvió un NFT. Pero si prestas atención, si bajas al metro a las tres de la mañana, si escuchas entre el rechinar de rieles y la risa de las ratas…

Tal vez oigas la voz de Warhol diciendo:

“En el futuro todos serán irrelevantes para siempre.”

Y a lo lejos, una risa sucia, gloriosa, como de Basquiat pintando en el infierno.

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