La cámara imaginaria flota en slow motion, envuelta en humo y glitter barato, mientras Ozzy Osbourne cae de espaldas en el sofá de terciopelo rojo como si aterrizara en la superficie lunar. En la mano izquierda, una copa de brandy; en la otra, una bolsa con polvito misterioso al que se refiere con cariño como «mi azúcar para murciélagos».
A su lado, su fiel escudero: Ronnie, el enano sadomasoquista, ataviado con un chaleco de cuero negro y un silbato de árbitro por si las cosas se salían de control (spoiler: siempre se salían de control).
Pero… ¿cómo conoció a su fien escudero, el enano de Hellfest?
Bien, todo comenzó en un tugurio de Hamburgo llamado El Infierno de los Juguetes.
Ozzy estaba borracho desde hace 17 días consecutivos, usaba gafas oscuras aunque era de noche y buscaba un nuevo acto para su gira.
Ronnie apareció desde una caja sorpresa que explotó en confeti y olor a gasolina. Medía 1.20, tenía bigote de Dalí y un arnés de cuero con campanitas.
—¿Qué es esa criatura? —preguntó Ozzy, babeando ligeramente sobre su propio chaleco.
—Soy Ronnie. Contorsionista, domador de serpientes y terapeuta vocacional —dijo el enano, haciendo el split mientras encendía un cigarro con la lengua.
Ozzy lo miró con ojos de niño poseído.
En Bélgica, Ronnie debutó. Su papel era entrar al escenario dentro de una jaula, gruñendo como un demonio Disney. Ozzy lo sacaba, le daba un azote simbólico, y luego lo paseaba por la pasarela con una cadena de oro.
Pero al tercer concierto, Ozzy improvisó.
Se acercó por detrás y dijo en pleno escenario:
—¡Quiero casarme con tu oscuridad, Ronnito!
Y le plantó un beso con lengua frente a 8 mil personas, justo antes de lanzarlo sobre una tarima inflable en forma de pentagrama.
Ronnie, en éxtasis, gritó:
—¡Lo amo! ¡Me sodomizó con arte!
Sharon, detrás del escenario, apretó los puños mientras mascaba chicle como si fueran huesos de ratón.
—¡Ese bicho de feria está manipulando a Ozzy con sus piernitas!
Ronnie, astuto, había empezado a firmar merchandising con su cara, vendía minilátigos con luces LED, y estaba grabando un EP de spoken word gótico.
Un día después, los tabloides amanecieron con el titular:
“Ozzy Osbourne Demandado Por Abuso De Enano En Escenario Satánico”
Ronnie, entre lágrimas falsas y champaña, decía ante los medios:
«Fui víctima de un amor no correspondido. Solo quería su alma… pero él me dio su cuerpo. Y me tiró desde un Marshall».
Ozzy, en plena conferencia, giró a Sharon y preguntó:
—¿Qué significa «demandado»?
—Significa que no puedes firmar cheques por los próximos seis meses, Ozzy. Ahora cállate y finge que estás vivo.
Ozzy llegó a un acuerdo con Ronnie, no se separaria de él porque, según, le traía buena suerte, sería su pequeño amuleto de carne y hueso.
Una noche con la luna llena bañada en ácido y espolvoreada con polvo blanco Ronnie con voz chillona y autoridad de monje zen dijo
—Señor Osbourne —Si mezcla eso con lo que tomó hace una hora, es probable que vea a Satán haciendo un TikTok con Liberace.
Ozzy le sonrió, los ojos medio abiertos como un gato viejo.
—Ronnie… si veo a Satán, le digo que tú le mandas saludos, ¿va?
Ronnie suspiró. Lo amaba. Pero sobre todo amaba cobrar su sueldo.
La mansión olía a whisky rancio y Chanel No. 5 caducado. Ozzy estaba en modo “zombi romántico”. Sharon, siempre elegante, hablaba por teléfono con el manager de un estadio.
—No, no puede volar otra vez una paloma en el escenario. ¡La última vez acabamos en la corte, Malcolm! —gritaba.
Detrás de ella, Ozzy caminaba como Nosferatu con bata de leopardo, sosteniendo un cojín.
—Sharooooon… ¿por qué siempre estás tan ocupada?
—Porque alguien tiene que salvar tu carrera mientras tú te metes lo que encuentras debajo del sofá —le contestó sin girarse.
Ozzy Osbourne la miró con ternura homicida.
—Sharon… eres tan bella… que quiero… abrazarte… hasta que… dejes de respirar…
Ronnie, desde la cocina, gritó:
—¡No, no! ¡Esa es la droga hablando, Ozzy! ¡Pon el cojín abajo!
El enano corrió, se lanzó como en cámara lenta sobre Ozzy, quien ya había comenzado a abrazar con firmeza a su esposa.
Sharon ni se inmutó. Con una mano le colgó el teléfono a Malcolm, con la otra sacó un taser de su bolso.
—Otra vez no, Ozzy… —y ¡zzzzzzzzt!
Ozzy cayó al suelo convulsionando como un pez glam.
Ronnie se acercó, jadeando.
—Por los cuernos de Gene Simmons… eso estuvo cerca.
Sharon logró llamar a la policía, Ozzy fue arrestado y pasó varios meses en tratamiento.
Sharon no lo dejó, dijo:
“Quería matarme. Y luego lloró como un niño. Lo amaba, pero me asustó como nunca antes”.
En paralelo, un grupo de científicos británicos analizó el cuerpo de Ozzy para saber por qué no había explotado aún.
—Señores —dijo el genetista—, este hombre tiene mutaciones en el gen ADH4, que le permiten procesar alcohol como si fuera agua de coco.
—¿Y la cocaína? —preguntó otro.
—Eso ya no la procesa… la recicla y la vuelve a generar. ¡Produce su propia droga interna!
Diagnóstico oficial:«Síndrome de Lázaro Rockero».
Mientras Ozzy vivía en un estado de coma funcional, Sharon lo manejaba como una máquina tragaperras zombi:
Usaba su firma estampada en sellos de goma.
Grabó tres discos sin que él supiera.
Rentó su imagen para cereales, relojes de pulsera y condones fluorescentes.
Registró su gruñido como ringtone: “Huuungh?”
—Mientras respire y no huela a podrido, sigue facturando —decía, arreglándole la peluca antes del show.
Último concierto…
El escenario estaba decorado con telarañas de utilería y un trono de calaveras. El público coreaba: “Ozzy, Ozzy, Ozzy…”
Ronnie lo ayudó a subir al escenario.
—Recuerda, patrón: no mezcles la pastilla azul con el whisky de murciélago. Y si mueres, que sea con estilo.
Ozzy sonrió. Le dio una palmadita en la cabeza al enano.
—Si muero, dile a Sharon que… la mordí con amor.
Comenzó el concierto. Ozzy entró con una paloma en una mano y un murciélago de utilería en la otra. La banda rugió, las luces parpadearon, y en medio del solo de “Crazy Train”, Ozzy cayó al suelo de cara.
El público aplaudió. Pensaron que era parte del show.

Ronnie se acercó al cuerpo. Revisó su pulso. Nada.
Lo miró, le cerró los ojos con respeto y le dijo:
—Te fuiste en tu hora más gloriosa, patrón. Justo entre la segunda estrofa y el desmadre final.
Sharon, entre bambalinas, fumando un cigarro con la calma de una viuda mafiosa, dijo:
—No cancelamos el resto del show. ¡Levanten el cuerpo y pónganle lentes de sol! ¡Weekend at Ozzy’s, carajo!
El equipo técnico de Live Nation se puso en acción.
“¡The show must go on, hijos de perra!”, gritó ella, mientras un grupo de técnicos húngaros especializados en marionetas humanas ajustaban los cables al esqueleto artrítico del Príncipe de las Tinieblas.
Lo sentaron en su Trono de Calaveras, hecho con huesos de roadies caídos y guitarras Gibson sacrificadas.
Le pusieron una bata negra larga (tipo vampiro).
De terciopelo o satén, con bordados dorados o rojos.
A veces con capucha, tipo monje oscuro.
Parecía una mezcla entre Nosferatu, Liberace y un mago de heavy metal, pero muerto.
Su mandíbula estaba sostenida con alambre quirúrgico y una bocina bluetooth escondida en la laringe emitía una versión pregrabada de «Crazy Train», editada para que no se notara el rigor mortis.
En el escenario Lemmy (resucitado en holograma), Iggy Pop enyesado del alma y Dave Mustaine con una sonda intravenosa de Red Bull y litio.
El público, borracho de nostalgia y whisky para diabéticos, aullaba sin saber si llorar o persignarse. Cada movimiento de Ozzy era dirigido por un joystick: al levantar la mano en señal de cuernos, una costilla crujía; al agachar la cabeza, se le caía una oreja (que fue rematada por un coleccionista de reliquias roqueras).
Ya en el camerino, Ronnie se acercó a Ozzy, que estaba como dormido con los ojos abiertos otra vez.
—Sé que nunca me amarás como amas tus murciélagos. Pero te esperé. Y te seguiré esperando.
Le besó la frente con reverencia, se subió a una repisa y se quedó ahí, mirando al infinito, como un Cupido dark.
La prensa publicó:
“Ozzy Osbourne falleció pacíficamente tras su último show. Según fuentes cercanas, lo último que dijo fue: ‘¿Ya tocamos ‘Paranoid’?’”
Ronnie el enano dio el discurso fúnebre:
—Ozzy fue un hombre de excesos, de caos, de murciélagos… pero sobre todo, fue mi jefe.
Y aunque una vez me encerró en una jaula y me puso orejas de Mickey, lo perdono.
Porque… ¿quién más podría haber sobrevivido tanto y seguir siendo una leyenda?
Y ahí, entre risas y pirotecnia, lo enterraron.
Con su bata de leopardo.
Y un murciélago de peluche.
Oasis pay tribute to Ozzy Osbourne at the end of “Live Forever” in London. pic.twitter.com/au2RztU7RN
— Variety (@Variety) July 25, 2025


