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Crónicas del amor en el infierno del grunge

Un tren rojo llega al Infierno. Baja Kurt Cobain con una maleta rota, una sonrisa tímida, y una guitarra

Crónicas del amor en el infierno del grunge

 La casa de Lake Washington Blvd. olía a pólvora emocional. La carta de despedida fue escrita entre riffs imaginarios, flashes de recuerdos y una nota para Boddah, su amigo invisible. Courtney no estaba, pero su perfume seguía adherido a las cortinas como un mal verso de una canción de Hole.

Antes de jalar el gatillo, Kurt pensó en tres cosas:

  1. El olor a leche agria en la boca de su hija cuando reía.
  2. La risa de Courtney cuando se tropezaba con sus propios tacones.
  3. El silencio perfecto después de tocar Something in the Way.

Aquel 5 de abril, Kurt Cobain se voló los sesos con más estilo que el que había tenido jamás en la alfombra roja. Aunque oficialmente dijeron que fue en 1994, su funeral espiritual sucedió años después, un abril de 1999, cuando todos estaban suficientemente drogados como para procesarlo.

La ceremonia fue en algún lugar entre lo sagrado y lo ridículo, como todo lo que rodeaba al grunge. Courtney Love —con un vestido negro, medias rotas y gafas que parecían robadas a Jackie Kennedy en un after— organizó la despedida más extraña desde el funeral de Salvador Dalí.

Empezaron con «You Know You’re Right», esa canción póstuma que sonaba como si Kurt estuviera peleando con Dios por los derechos de autor. Los amplificadores retumbaban entre los árboles de Seattle mientras un monje budista entonaba mantras y se tapaba discretamente los oídos con bolitas de algodón.

Mientras tanto… Con un plano secuencial en cámara temblorosa, recorriendo el backstage del Infierno.

Werner Herzog (voz en off, tono seco):

«En este rincón de la eternidad, las almas rotas no descansan: se reinventan. Lo llaman el Club del 27, pero no es un club. Es una zona de reanimación emocional. Aquí, el dolor tiene Auto-Tune, y la culpa se mezcla en estéreo».

Un tren rojo llega al Infierno. Baja Kurt Cobain con una maleta rota, una sonrisa tímida, y una guitarra.

Su voz se escucha desde lejos:

¿Es aquí donde los rotos hacen música sin pretensiones?

Y un coro responde:

Sí. Bienvenido. Aquí no hay salvación… pero hay jamming.

La guitarra de Kurt comienza a sonar sola. El infierno sigue… afinado en re menor.

Hay un letrero con lucecitas de neón como de putero y dice… Bienvenidos al Club del 27 (con vista al abismo)

Otra vez la voz en off de Herzog narrador autorizado del inframundo canturrea como un aeromozo:

El Infierno, sección vip para músicos autodestructivos, está decorado con moho vintage, luces de neón fallando, humo de cigarro de 1994 y pósters de conciertos que nunca ocurrieron. La temperatura es agradablemente incómoda: como la sala de espera de una clínica de rehabilitación sin aire acondicionado.

En un rincón de esa sección vip, Jimi Hendrix afina su guitarra con una cuerda rota. Es un antro infernal estilo grunge chic: paredes de ceniza, pósters quemados de Nirvana, muebles con olor a mal trip y una alfombra que llora cuando la pisan.

Kurt deja la maleta raida y la guitarra a un lado y se sienta con Hendrix a jugar ajedrez con piezas hechas de contratos discográficos. Janis Joplin se burla de Jim Morrison, quien intenta convencer al DJ infernal de poner “The End” en loop, mientras Brian Jones flota boca abajo en una alberca sin agua.

También hay una nueva sala, la “Sala Multipista de los Caídos Ilustres”, donde se cruzan muertos por sobredosis, accidentes aéreos, teorías conspiranoicas, y hasta uno que se atragantó con un premio Grammy.

Ian Curtis (fumando un cigarro que nunca se consume):

No hay gravedad aquí, solo loops de pensamientos autodestructivos. Es como un ensayo infinito para un concierto que jamás ocurre.

Jim Morrison se quita la ropa y ya completamente desnudo se sienta en un trono de botellas vacías de absenta.

Elvis extendiendo su capa hace dos que tres catas en la cara de la mesera en toples mientras niega estar muerto.

Kurt pide una copa de litio líquido a la mesera que es nada menos que Amy Winehouse antes de morirse. (Spoiler: todos saben que desde antes ya había estado en el infierno).

Todo esto es una gira eterna sin camerino. Me mandaron aquí porque rechacé rehabilitarme. Irónicamente, ahora soy la bartender.

Pero regresemos al funeral con los vivos.

Los asistentes eran una mezcla de deudos, dealers, groupies en recuperación, ex novias pre-Courtney (como la fiel Tracy Marander que lloraba como si aún le debieran el alquiler), y músicos que no sabían si rezar o sacar un demo.

En medio de la ceremonia, Love se puso de pie, sacó una bolsita del tamaño de una estampita de san Judas y, sin ninguna vergüenza, le dio una calada de nariz como quien toma comunión con cocaína.

«Kurt, ábreme la puerta, cabrón. No me dejes sola con estos pendejos».

Y entonces sucedió: cayó hacia atrás, sonriendo, como si un ángel punk le hubiera dado un cachetadón de bienvenida. Desmayada, pero elegante, como una Ofelia suicida con extensiones y Chanel corrido. Nadie se inmutó. Uno pensó que era performance. Otro creyó que era epilepsia inducida por LSD. El monje murmuró algo en tibetano que, en traducción libre, decía: “otra vez esta señora…”

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Ilustración: Manjarrez

Mientras su cuerpo yacía en el pasto de Viretta Park, su mente se desplomó directo al infierno.

Pero no un infierno de llamas. No.

Era un after eterno, una suerte de limbo vip llamado Club 27 y anexas, atendido por camareras en topless con máscaras de Janis Joplin y escanciadores de absenta con cara de Hendrix.

Y en medio de todo eso…

¡POOF!

Una ráfaga de glitter tóxico y laca para cabello invade el ambiente. Courtne y aterriza sobre un sofá tapizado con la piel de críticos musicales vegano.

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Kurt estaba ahí.

En una esquina.

Tocando una versión acústica de “Smells Like Teen Spirit” con Brian Jones a la batería y Amy Winehouse de corista ocasional (aunque ella llegaría unos años más tarde, ya lo sabían).

Courtney (con los tacones rotos y un cigarro prendido en cada oreja):

Kurt dijo sin levantar la vista

—¿Dónde chingados dejaste mi alma?

Kurt (bebiéndose un solo de guitarra):

—La usé para afinar la quinta cuerda. Sonaba a trauma.

—¡Qué cabrón eres! —gritó Courtney, limpiándose la nariz con un kleenex celestial—. Te hice famoso, te hice mártir, ¡te llevaste mi carrera contigo, pedazo de emo con talento!

Kurt sonrió con esa mueca de niño triste y sabio que siempre tuvo, y le ofreció un cigarro que olía a incienso y gasolina.

—Tranquila, aquí no hay managers. Solo culpa reciclada.

Ay (sirviendo chupitos de lágrimas de groupies): Court, te ves hecha mierda.

Courtney: —Gracias, Amy. Tú te ves como si Edith Piaf y Amy Schumer tuvieran un aborto.

Jim Morrison (desde una nube de absenta):

—¿Alguien más siente que esta bacanal ya huele a reunión de AA con música de fondo?

Janis:

—Y a vómito de adolescente con daddy issues.

Kurt:

—¿No deberías estar en un podcast feminista hablando mal de mí?

Curtney:

—Ya lo hice. Y cobré. Ahora vine por mi dosis de culpa, música y sarcasmo infernal.

Layne Staley:

—Pásame la pipa de absenta.

Ian Curtis (suspira):

Este lugar ya parece una reunión de egos heridos con distorsión.

Un conjunto de mariachis no muertos entona “La Llorona Grunge” mientras todos hacen un pogo melancólico entre brasas.

Jim Morrison grita:

¡ÉSTA VA POR TODOS LOS QUE NO FUIMOS A TERAPIAAAAA!

Y una lluvia de antidepresivos falsos cae del cielo rojo.

Kurt (mirando el abismo):

—Si hubiéramos sobrevivido… ¿qué seríamos ahora?

Courtney:
—Dos viejos amargados con un canal de YouTube, quejándose de Billie Eilish.

Kurt:

—Probablemente.

Courtney:

—¿Y sabes qué? Hubiera sido hermoso.

Kurt (la abraza):

—Tal vez sí. Pero también hubiéramos terminado en Televisa.

Courtney (con el rimel hecho lodo por el llanto):

—Probablemente estaríamos divorciados… pero con una banda de covers en Coachella.

Kurt:

—Y Frances Bean nos odiaría menos.

Ambos ríen. El piano arde.

Courtney y Kurt se sientan en el sofá, abrazados. La guitarra hace feedback sola. Una vela sangra. Un gato demoníaco con la cara de Dave Grohl duerme encima de un disco de Hole.

Courtney:

—¿Sabes qué haría si pudiera regresar?

Kurt:

—¿Qué?

Courtney:

—Te volvería a amar… pero esta vez con menos heroína y más sarcasmo.

Kurt (sonríe):

—Y yo te volvería a dejar… pero solo un poquito menos roto.

(Todos aplauden. Un demonio le pone una corona a Love.)

Courtney se despide besando a Kurt en la frente. Él la abraza con la ternura de alguien que ya la perdonó por cosas que ella ni siquiera recuerda haber hecho.

Volveré —dice ella.

Y justo antes de desaparecer en una nube de perfume barato, Courtney grita:

«¡Hey, Satanás! ¡¡Que me tengan una suite lista con minibar, porque la próxima vez vengo con Yoko!!».

(Se abrazan. Corto fade a negro. Música de “You Know You’re Right” versión jazz

triste.)

“Aquí no hay redención. Otra vez la voz de Werner Herzog, ahora conmovida por la emoción. Solo una eternidad de ecos mal afinados.

Pero incluso en el Infierno, cuando suena una guitarra honesta, los demonios se detienen… a escuchar.”

Mientras eso sucedía allá abajo, en McLane Creek, los fans dispersaban las cenizas del cantante como si fueran confeti melancólico. Courtney había repartido pedacitos de sus camisas de franela, calcetines con agujeros, y una guitarra rota que alguien subastó por 30 mil dólares antes de que terminara la noche.

Un adolescente emocionado se puso uno de los suéteres y dijo:

Siento que puedo componer algo triste…

Dos semanas después entró a clases de guitarra y nunca salió del nivel “Come As You Are”.

Ya cerca del amanecer, Love despertó en la ceremonia, entre lágrimas de fans, botellas vacías y un tipo disfrazado de Cobain que había ido por si le daban algo gratis.

Courtney abrazó a todos, incluso a una señora que pensó que era madre de Kurt (era una florista perdida).

Lloró con un grupo de punks.

Luego bailó un rato con un vagabundo que juraba haber sido plomero de Nirvana.

Y antes de irse, miró al cielo gris de Seattle y dijo:

No fue amor. Fue punk.

Encendió un cigarro, se acomodó el maquillaje con el dedo índice y, con el espíritu de Nancy Spungen en su espalda, murmuró:

Y no me arrepiento de nada… excepto del MTV Unplugged. Era una trampa.

El monje budista cerró la ceremonia con un cuenco tibetano y una plegaria que decía:

“Que renazca como cucaracha… o como poema».

Dylan
Ilustración: Manjarrez

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